Marketing de experiencias

Resumen del libro

Marketing de experiencias

Por: Lewis P. Carbone

Cómo lograr que los clientes regresen una y otra vez
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Introducción

 

El diseño de experiencias es tan viejo como el mundo. Desde el comienzo de los tiempos se han diseñado ceremonias religiosas, edificios o espectáculos con el fin de transmitir unas determinadas experiencias. A pesar de que la mayoría de las empresas transmite experiencias sin pensar en ellas, consciente o inconscientemente, todas las crean. La gestión de experiencias es un sistema para administrar de forma sistemática las señales sensoriales y emocionales (pistas) emitidas durante la experiencia del cliente, con el fin de añadir valor al producto o servicio que fabricamos y lograr así una ventaja competitiva.
Marketing de Experiencias es uno de los primeros libros en realizar un acercamiento práctico y sistemático a la creación y gestión de la experiencia total del cliente como proposición de valor. En él, Lewis P. Carbone no sólo hace una apología de la ingeniería de experiencias, a la que se dedica profesionalmente como consultor desde hace más de veinte años, sino que además nos presenta las claves para evaluar el tipo de experiencias ya existentes en la empresa, auditarlas, diseñar otras nuevas, instaurarlas y darles seguimiento.

 

Primera parte: la teoría

Las raíces de la experiencia. En los años cincuenta Howard Johnson se había convertido en el “anfitrión de la carretera” para una emergente clase media estadounidense que, montada en sus flamantes automóviles, se lanzaba al turismo interior. La unión del motor del automóvil con el hotel había dado lugar al motel, y el tejado naranja de los Howard Johnson comenzó a ser sinónimo de alojamiento y restauración en ruta. Pionero de muchos de los conceptos de alojamiento y restauración más innovadores del sector, en los años setenta Howard Johnson se había transformado en una de las grandes cadenas de restaurantes de Estados Unidos.  
Hagamos, también nosotros, un alto en el camino para imaginar la experiencia por la que pasaban esos primeros turistas estadounidenses. Para la familia media estadounidense con niños que salía de su hogar para pasar las vacaciones en casa de algún familiar, y tras largas horas de viaje necesitaba un lugar donde comer y pernoctar, encontrar un tejado naranja en la carretera era como encontrar un oasis en medio del desierto. Un lugar limpio, tranquilo, acogedor, predecible y con una buena relación calidad-precio. El sitio perfecto para ir al baño, comer caliente, comprar un sabroso helado a los niños y reponer fuerzas antes de volver a ponerse en ruta.
El ascenso y el éxito de Howard Johnson en aquella época constituyen un reflejo fidedigno del poder de la gestión de las experiencias. Cuando una experiencia quedaba grabada en la mente del cliente, este volvía satisfecho una y otra vez. Tal vez nada ilustre mejor el poder estratégico de la fidelidad de los clientes para encumbrar a una empresa al éxito comercial como el ascenso en los últimos cincuenta años de marcas estadounidenses que, poco a poco, han ido transcendiendo fronteras. Más allá de las economías de escala, las franquicias transformaron el paisaje empresarial.
Fue a finales de los setenta cuando comenzó la decadencia del exitoso modelo, al perder Howard Johnson la pista de lo que sus clientes deseaban. Corrían tiempos difíciles y los directivos de la cadena decidieron contraatacar recortando costes, lo cual desde el punto de vista económico resultaba totalmente lógico y, sin embargo, no añadía nada nuevo a la experiencia de los clientes, sino más bien todo lo contrario. Mientras tanto, cadenas como Marriott y McDonald’s se esmeraban en sincronizar con las necesidades y expectativas de una clientela cada vez más exigente.
Volviendo la vista atrás, resulta fácil concluir que crear y dar seguimiento constante a las experiencias del cliente requiere un compromiso a largo plazo. Es la cuidada orquestación de todas las pistas que se combinan para dar lugar a la experiencia total lo que crea el valor diferenciador para el cliente. Howard Johnson fue incapaz de comprenderlo debido a la falta de perspectiva de sus directivos, que no acertaron a entender el valor nominal creado por la experiencia del cliente, ni supieron cómo reaccionar ante la competencia. Además, tampoco se dieron cuenta de que para seguir atrayendo a personas cuyos gustos y exigencias habían cambiado, debían adaptarse a ellos. En consecuencia, les tocó si no morir, al menos languidecer.
Una historia contrapuesta es la de Disney, que también comenzó a construir su imperio (tal vez sería más correcto denominarlo “Reino Mágico”) por aquella misma época. Sus “imaginieros” (en inglés, “imagineers”, término inventado combinando “image” y “engineer”) eran las personas encargadas de utilizar su imaginación para inventar de forma creativa todas las piezas de la experiencia del cliente en el parque temático. Mientras en Howard Johnson recortaban costes, en Disney no se recortaba una sola esquina. Por el contrario, se diseñaban e integraban en el entorno para generar una experiencia única para el cliente con ese esmero por el detalle que ha convertido a Disney en una compañía legendaria.
A propósito de esta circunstancia, tenemos la anécdota de una reunión en la que los “imaginieros” debatían sobre la temperatura a la que se debía servir el helado en el parque temático de Disney en Orlando. A primera vista puede parecer una fruslería, pero no lo es en absoluto si nos paramos a pensar que con el calor de Florida, y si el helado no está bien frío, se deshará en las manos del cliente, manchará el suelo y, lo que es peor, si se trata de un cliente de corta edad puede ser causa de un berrinche que arruine al menos parte de lo que debería ser un precioso día en el parque. Detalles de este tipo son lo que diferencia a Disney de la competencia. No queda ningún cabo suelto, no se deja nada a la improvisación y los “miembros del reparto” (término con que se designa a los empleados en la jerga Disney) comprenden a la perfección los requisitos del guión que interpretan.
De Disney podemos aprender no sólo que la experiencia es esencial a la hora de crear y mantener valor, sino también que un acercamiento sistemático puede ser la solución para lograrlo; en otras palabras, al igual que sucede con la maquinaria de un reloj, un mecanismo complejo y multidimensional concebido para funcionar a gran escala solo se puede diseñar y poner en marcha partiendo de la premisa de que no hay que dejar nada a la suerte.
Cuando las empresas aceptan la idea de que la calidad de la experiencia total influye sobremanera en la fidelidad a largo plazo del cliente y la apología que estos hagan de la organización, el plano en el que operan se amplía de forma notable. Maximizar la experiencia total del cliente es lo que crea valor y genera preferencias. Por ello, resulta aconsejable aplicar los mismos principios a empresas tan dispares como concesionarios automovilísticos, bancos, universidades, supermercados, hospitales, agencias de seguros y compañías de alquiler de automóviles. De hecho, niveles similares de atención al detalle con el fin de mejorar la experiencia del cliente se encuentran en empresas tan dispares como Harley Davidson o la clínica Mayo.
Por supuesto, nada es perfecto, ni siquiera la experiencia de Disney. Todo es mejorable, incluso la propia experiencia Disney. Hay quien se queja del precio, hay quien considera que el parque está desfasado, hay quien detesta las multitudes y hay quien es capaz de encontrar mil defectos más, pero en Disney están dispuestos a responder a todos esos retos. Y a hacerlo otorgando un papel primordial a la experiencia del cliente, sin limitarse a hacer cuentas tal y como hacen otros.
La experiencia como proposición de valor. Lo que en la actualidad se etiqueta de “economía de la experiencia” se encontraba en pañales en los años cincuenta. Tuvieron que pasar unos decenios para que la gestión de la experiencia total del cliente ocupase un lugar prominente en la proposición de valor de la empresa.
En 1971, abría en el puerto de Seattle una tiendecita donde se vendía el café recién descargado de los barcos que llegaban al puerto: de ahí la sirenita que eligieron para su logo. Con su ambientación, la tienda buscaba evocar las sensaciones que los comerciantes de café experimentaban al llegar de lejanos países exóticos con sus barcos cargados del precioso grano. Sin embargo, en el establecimiento el único café que se colaba era para degustación, ya que la preparación y consumo del producto la hacían los clientes en casa. La tienda se llamaba Starbucks y en 2003 contaba ya con 6000 establecimientos repartidos por todo el mundo.
Su consejero delegado, Howard Schultz, cuenta que lo que le hizo concebir la idea de crear cafeterías al estilo europeo en Estados Unidos fue un viaje que realizó en 1983 a la feria del hogar de Milán. Cuando estaba en la feria milanesa, entró por casualidad en un bar a la hora del desayuno y vivió una experiencia casi religiosa al adentrarse en un mundo de visiones, sonidos, aromas y sabores ligados a la experiencia de tomar café totalmente distinta de la que conocía en Seattle.
El “barista” (en italiano, empleado del bar) moviéndose tras de la barra y casi bailando al moler el café, poner la dosis en la máquina de expreso y la taza bajo el chorro, el ruido de la leche vaporizándose, el olor a café, clientes saludando al entrar y salir, el pasar de hojas de los periódicos, el rumor de conversaciones en el mostrador y una ópera italiana como telón de fondo. Schultz comprendió entonces que los italianos habían transformado la experiencia de tomar café en todo un rapto sensorial. Y se dijo a sí mismo que, si pudiera recrear en Estados Unidos la auténtica cultura italiana del café, podría llegar a los corazones de los estadounidenses y Starbucks sería algo más que otra tienda de café, sería una experiencia sensorial.
Lo que Starbucks, Disney, Harley y otras empresas realizan es algo que muchos otros necesitan a aprender a hacer. A medida que más y más empresas se dan cuenta de que no pueden conformarse con la mediocridad de secundar políticas de precios poco imaginativas, reducciones de costes y promociones, el poder que tiene el valor de la experiencia goza cada vez de mayor reconocimiento. La gestión de la creación de valor desde una perspectiva puramente contable equivale a “contar los granos equivocados”, mientras que crear valor sirviéndose de un enfoque multidimensional e integrado de experiencias gestionadas de forma intencionada, nos desafiará a conectar con las emociones inconscientes del cliente y a diferenciarnos de la competencia de maneras que resultan imposibles de copiar.
La clave del diseño es emocional y va más allá del simple producto o servicio. Es una proposición de valor completa en la que se integran elementos emotivos y racionales, que es creada y gestionada durante la experiencia total del cliente. Sin una comprensión amplia de la experiencia, nos limitamos a verter líquido caliente en una taza. Sin embargo, cuando seguimos el rastro de lo que quieren los clientes y les ofrecemos las pistas que ellos mismos validan, enriquecemos la proposición de valor al tiempo que creamos una experiencia única e inolvidable.
El valor y el precio que los consumidores están dispuestos a pagar aumenta al pasar de un artículo de primera necesidad a un producto, de un producto a un servicio y de un servicio a una experiencia. La experiencia se convierte así en la razón suprema por la que millones de personas de todo el mundo están dispuestas a pagar dos dólares o más por una taza de café que, preparada en casa, cuesta tres centavos. En dos palabras: Experiencia Total. La experiencia total es el proceso mediante el cual la taza de café de tres centavos se transforma en dos dólares de emociones en cuya elaboración intervienen una serie de pistas que, sabiamente combinadas, forman un todo cuyo valor es superior al de las partes por separado.
Una y otra vez, el mercado demuestra, y las investigaciones científicas y de marketing ratifican, que la experiencia total es esencial a la hora de crear valor para los consumidores. El inconsciente desempeña un papel clave en la toma de decisiones, ya que el 95% de lo que influye en las elecciones conscientes del consumidor es subconsciente. En otras palabras, los atributos tangibles de un producto o servicio influyen menos en las preferencias del cliente que los elementos emocionales y sensoriales asociados a la experiencia total.
Ello es indicativo no sólo del gran valor de la experiencia total, sino también de la influencia positiva que podría desencadenarse al gestionar esos elementos sensoriales y emotivos, a los que denominamos “pistas”, de forma que se extiendan sabiamente a lo largo de la experiencia total del cliente o consumidor.
Tal vez no haya oído hablar aún de Krispy Kreme, pero es un nombre que tal vez decida añadir a la lista de lugares de visita obligada en su próximo viaje a Estados Unidos una vez lea su caso. Krispy Kreme es un establecimiento donde se fabrican y venden donuts y que en junio de 2003 contaba con 285 tiendas en Canadá y Estados Unidos, en contraste con las 5.300 tiendas que su competidora Dunkin Donuts tiene repartidas por todo el mundo, el 70% de las cuales están ubicadas en Estados Unidos. La gran diferencia entre ambas cadenas es que, mientras los ingresos anuales por tienda de la primera ascendían a 744.000 dólares, la segunda ingresaba 3,4 millones de dólares por el mismo concepto. Lo curioso también es la disparidad de su producción, pues mientras Dunkin Donuts fabricó a escala global 2.300 millones de donuts, con varios miles de tiendas menos Krispy Kreme llegó a fabricar 2.000 millones.
Además, un boca a oreja que funciona de forma apabullante entre los clientes de Krispy Kreme, hace que haya gente dispuesta a acampar durante varios días ante las puertas de un nuevo establecimiento que ha anunciado su apertura, que su inauguración cause caravanas de varios kilómetros y que la gente aguarde su turno pacientemente en colas de tres o cuatro horas para comprar donuts recién hechos. A juicio de su consejero delegado, la clave del éxito es su conexión con los clientes. Y es que mientras Dunkin Donuts habla de “dayparts” (número de donuts vendidos por cliente) y “tasa de estómago”, para Krispy Kreme lo esencial son las experiencias que fabrica basándose en pistas convincentes: la producción de donuts a la vista, el olor de la masa friéndose, la cascada de cobertura que se derrama sobre los donuts calentitos e incluso la gente haciendo cola. Imágenes todas ellas que hacen salivar a quienes las recuerdan más de lo que el sonido de la campana conseguía con el perro de Pavlov. El fenómeno Krispy Kreme es tan abrumador como las propias pistas que, ensartadas, conforman la experiencia.
Lo más significativo de casos como los de Krispy Kreme y Starbucks es que sus directivos comprenden el cambio radical que se ha operado en sus respectivos negocios al convertir la experiencia en la pieza central de sus proposiciones de valor. Saben perfectamente que no son únicamente los elementos racionales los que generan el compromiso del cliente, sino también el lazo emocional de la experiencia que transforma sus productos y servicios en algo memorable. En otras palabras, lo que el cliente recordará de su experiencia total mucho tiempo después de que se haya producido el consumo no serán los elementos racionales, sino los emotivos. Y son precisamente esas sensaciones inconscientes las que dictarán al cliente no sólo a dónde acudir en futuras ocasiones, sino también qué recomendar a sus amigos, familiares y vecinos. A medida que la experiencia se convierta en el centro de la proposición de valor, los clientes desempeñarán un papel cada vez más importante al convertirse de facto en co-creadores de valor.
Marcas y Experiencia. Existe un abismo entre el antiguo enfoque del marketing basado en el “hacer y vender” y el nuevo enfoque basado en el “sentir y responder”, en el que la gestión del valor de la marca resulta esencial. Se tiende a confundir la gestión de la marca (brand management) con la gestión de la experiencia (experience management), pero son dos cosas diferentes: la primera hace referencia a la opinión que la empresa merece a los consumidores, mientras que la segunda es un sentimiento íntimo, personal e intransferible del cliente. Dicho de otro modo, mientras que la gestión de la marca está encaminada a administrar lo que los clientes sienten hacia la marca, la gestión de la experiencia administra la experiencia individual, es decir, la forma en que se sienten los clientes consigo mismos. 
El valor de marca (brand value) es el valor que la marca tiene para la empresa y se basa en el valor nominal de la marca (brand equity), es decir, el valor que el cliente asocia a la marca. Por su parte, el valor nominal de la marca se basa en el valor de la experiencia (experiential value), que es el valor que los clientes obtienen de cómo les hace sentir la marca con ellos mismos. El valor de la experiencia conduce a la fidelidad a la marca, que a su vez redunda en beneficio del rendimiento empresarial.
Experiencia y marca no son lo mismo y por tanto no deberían utilizarse indistintamente, pues ello provoca confusión. El siguiente caso sirve para aclarar los conceptos: la cadena hotelera Marriott posee numerosas submarcas como Marriott Courtyard, Marriott Hotels, Residence Inn o Ritz-Carlton, entre otras. La experiencia de pernoctar en el Ritz-Carlton es diferente a la de hacerlo en el Marriott Courtyard, pues cada submarca tiene asociada una experiencia distinta que refleja el distinto valor que la compañía les atribuye. Y es precisamente ese valor obtenido de la experiencia lo que atrae a los clientes, no los atributos de la marca.
En la administración de experiencias, es necesario que las organizaciones desarrollen un Motivo de la Experiencia en tres palabras que refleje los sentimientos que desean que experimenten sus clientes. Dado que es imposible separar por completo experiencia y marca, resulta fundamental aclarar la relación entre marca y experiencia para sacar el máximo partido de cualquier sistema de gestión de experiencias que deseemos instaurar.
Es admirable la riqueza que entrañan las experiencias. Si aprende a utilizarla en su favor, logrará que los clientes más impávidos se conviertan en acérrimos defensores de las experiencias que proporciona y de la marca a la que están ligadas. Un buen ejemplo de ello son las líneas aéreas Southwest y Jetblue, que han conseguido destacarse del resto por saber entender que lo que los clientes esperan no son lujos (de hecho, se autocalifican de “no frills”), sino facturación y abordaje rápidos, puntualidad en los vuelos, reservas por Internet, personal atento y demás elementos o “pistas” que configuran una experiencia total satisfactoria.
Gestión del valor de la experiencia. ¿Prefiere usted comprar en un supermercado antes que en otro? ¿Y qué opina de los restaurantes, salones de belleza o tiendas? Está claro que la gente opta por unas experiencias u otras y su elección se debe a razones funcionales y emocionales que cada uno deriva de sus propias vivencias. Independientemente del tipo de negocio al que se dedique, usted forma parte de sus clientes y, por tanto, puede gestionar experiencias distintivas y poderosas que les hagan volver una y otra vez. 
Las impresiones generadas en los clientes podrían repartirse en tres “zonas”: una negativa o de rechazo, una neutra o de aceptación y una positiva o de preferencia. Los clientes que tienen una impresión negativa de la experiencia podrían generar un boca a oreja negativo; los de la zona neutra se muestran indiferentes y los de la zona positiva son los que no sólo repetirán la experiencia, sino que además hablarán bien de ella. Este “Modelo de Preferencias” puede utilizarse no sólo para registrar las reacciones producidas por las experiencias, sino también las producidas por las pistas.
Las experiencias no tienen un inicio y un fin, sino que son un continuo. Para ilustrar este punto, hablaremos del “Lazo de la Experiencia”, que se divide cronológicamente en tres etapas. La primera, que es la percepción, se inicia con las ideas y sentimientos preconcebidos ya sean conscientes o inconscientes, buenos o malos, correctos o incorrectos. Proceden de la publicidad, el boca a oreja y experiencias anteriores. La segunda etapa es la interacción y conlleva el contacto directo con las personas y el entorno físico en que se desarrolla la experiencia, en lo que se denomina “momentos de la verdad”. La tercera y última etapa es la del recuerdo: en ella se combinan todos los pensamientos y sentimientos, racionales y emotivos, referentes a la experiencia. Las investigaciones de marketing se equivocan al creer que lo que los clientes dicen es lo que sienten, ya que en el fondo no hacen otra cosa que racionalizar sus sentimientos. La explicación racional que ofrecen cuando se les interroga tiene poco valor, pues las emociones inconscientes que han quedado grabadas en su subconsciente son lo que en último término determina su compromiso con una marca o empresa, mucho más incluso que lo que sucedió o no sucedió en el nivel de la realidad.
Otro elemento que influye en la percepción del valor es la interacción de las pistas en una experiencia. Cuando una de estas no está bien gestionada, puede ocurrir que una pista negativa anule a una positiva. Por tanto, para que el valor de una experiencia total sume en positivo hay que reconocer todas y cada una de las pistas que entran en juego y gestionarlas debidamente. Creando y orquestando pruebas consistentes y compatibles ligadas a impresiones que reafirmen el valor, una empresa puede influir positivamente en sus clientes.
En resumen, la gestión de experiencias parte de tres premisas y tres principios fundacionales. Las tres premisas son: la experiencia es una proposición de valor, las pistas son estímulos de las experiencias y los sistemas de gestión de experiencias se construyen mediante pistas.
El primer principio es gestionar la amplitud y profundidad de la experiencia. Como vimos en el caso de Starbucks, la experiencia puede transformar un producto básico en una experiencia diferenciada. La amplitud de la experiencia se refiere a las pistas que se dejan en las etapas del “Lazo de la Experiencia”. Por ejemplo, la experiencia del huésped de un hotel comienza mucho antes de entrar físicamente en él, ya que navegar en su página web u hojear su folleto publicitario también forman parte de la experiencia total. La profundidad se logra extendiendo pistas que apelen a los cinco sentidos. Siguiendo con el caso del hotel, la decoración debe ser agradable a la vista, el oído puede recrearse con el murmullo de una fuente, el gusto, apreciar los sabores procedentes del restaurante, el olfato percibe el frescor de una habitación bien aireada y el tacto nos permite comprobar la firmeza de la cama. Como vemos, gestionar las pistas es todo un desafío.
El segundo principio es diseñar y gestionar simultáneamente pistas “humanas” y mecánicas. Las primeras son las producidas por personas, mientras que las últimas son reacciones al entorno, el proceso u otros aspectos físicos de la experiencia. Por ejemplo, cuando Ray Kroc diseñó los primeros McDonalds, insistió en que los muebles de patatas fritas, bebidas y hamburguesas estuviesen a la vista del cliente para mostrar la limpieza del restaurante. Asimismo, coreografió el movimiento de los empleados detrás del mostrador para sugerir velocidad, agilidad y eficiencia acordes con el concepto de comida “rápida”.
El tercer principio establece que las experiencias deben conectar emocionalmente, pues la conexión emocional es esencial en la experiencia total del cliente. Por ejemplo, en Krispy Kreme todo lo que el cliente ve, huele, prueba, siente física o emocionalmente ha sido cuidadosamente orquestado para convertirse en una sinfonía para los sentidos que trasciende la simple transacción de comprar donuts.
Las pistas: Cómo dejar un rastro. Si pudiésemos ver la estructura atómica de una experiencia, comprobaríamos que está compuesta de un complejo conjunto de pistas sensoriales interconectadas. No todas ellas tienen el mismo valor, pues cada cliente percibirá y valorará cada pista de forma diferente. Lo que a uno le resulte intrascendente, tal vez para otro sea primordial. A pesar de todo, la fidelidad del cliente es más una reacción a la experiencia total que una respuesta racional a los productos o servicios por separado.  
En la escena de un crimen, las pistas son retazos de información aislados o pequeños fragmentos de evidencias físicas a las que la prodigiosa mente del detective dota de sentido. Por el contrario, las pistas que conforman la experiencia del cliente están por todas partes, ya que cualquier cosa que se pueda percibir o cuya ausencia se pueda sentir es una “Pista de la Experiencia”. Las experiencias están compuestas por tres tipos de pruebas interconectadas: funcionales (emitidas por la funcionalidad del bien o servicio y registradas en el pensamiento racional), humanas (estímulos producidos por personas, son el lado humano) y mecánicas (procedentes del mundo físico: visiones, sonidos, olores y otros elementos).
Los sentidos son los receptores de pistas mecánicas y emocionales. Las pistas funcionales son esenciales, ya que si un producto no da buen resultado, la gente sencillamente no lo comprará. Las pistas emocionales son vitales para la percepción de valor y la experiencia del cliente. Aun así, el arte de dejar un rastro es un proceso tan elemental que la mayoría de las personas ni siquiera piensa en él. La ciencia de las pistas y su gestión están todavía en sus inicios y, a largo plazo, se verán transformadas por la aplicación de nuevos conocimientos y tecnologías. Mientras tanto, si queremos beneficiarnos del poder de la experiencia, no queda otro remedio que recurrir a una identificación y orquestación sistemáticas de las pistas.
Por otra parte, las pistas pueden utilizarse de forma independiente o combinarlas en series con el fin de alcanzar una meta específica. Por ejemplo, las líneas aéreas fabrican con cintas una especie de laberinto para dirigir la cola de espera hacia el primer mostrador disponible. En parques temáticos como los de Disney se proporcionan además una serie de pistas con carteles, música e incluso empleados que informan del tiempo de espera. Aunque nunca nos hayamos parado a pensar en las pistas, están ahí y respondemos a ellas de forma consciente e inconsciente.
Las empresas saben de la existencia de pistas funcionales, pero con frecuencia hacen caso omiso del resto, que son en realidad las más importantes, pues el inconsciente procesa hasta un 95% de los datos percibidos durante la experiencia. Las investigaciones neurocientíficas y de marketing confirman que los principios sobre los que se asienta la gestión de experiencia son válidos y accesibles. La gestión de experiencias es un conjunto integrado de disciplinas que pretende identificar las pistas que los clientes consciente e inconscientemente desean encontrar.
Acercamiento a la gestión del valor de la experiencia. TQM, ISO 9000 y Six Sigma son sistemas dirigidos a mejorar la calidad, que al centrarse en el proceso pasan por alto el valor implícito en la experiencia. Todos ellos restringen su visión a la producción y pierden de vista el conjunto. Lo que el cliente adquiere es mucho más que un producto. El producto es una parte del todo y por ello necesitamos un acercamiento sistémico.  
La Teoría General de Sistemas define al sistema como cualquier entidad, conceptual o física, compuesta por partes independientes que forman un todo, que no puede ser dividido en partes independientes. El cuerpo humano, por ejemplo, es el sistema más perfecto que existe. Está compuesto por partes independientes, pero estas no funcionan por separado. De la misma manera, el funcionamiento de un sistema depende más de la interacción de las partes que de su actuación independiente.
Por su parte, el pensamiento sistémico pretende llegar a las estructuras que conforman situaciones complejas con el fin de ver el todo como un marco de interrelaciones, por oposición al pensamiento lineal que empuja a la mayoría de las empresas a considerar procesos independientes en lugar de valores integrados y sistémicos. En este sentido, la “viñeta final” es el elemento crucial del diseño de experiencias. Los dibujantes de comics parten de esa viñeta final para plantear la historia de forma sistemática, viñeta a viñeta. De la misma manera, al diseñar una experiencia debemos partir de los resultados que deseamos obtener y, dando marcha atrás, diseñar las pistas. No es de extrañar que la persona que diseñó el sistema más sofisticado y evolucionado existente hasta el momento fuera un dibujante de comics. Se llamaba Walt Disney.
Otro rasgo importante de los sistemas es que se miden en función de la actuación, mientras que los procesos se miden desde el punto de vista de la precisión. Para el público que asiste a una obra de teatro una noche cualquiera, la obra parece desarrollarse de forma lineal: primer acto, segundo acto, tercer acto. Observado más de cerca, apreciamos que existe un diseño integral y sistémico de la experiencia. En primer lugar, los dramaturgos y directores deciden el contenido. El productor y director determinan el presupuesto. La compañía de teatro monta la obra y luego llegan la promoción, el estreno, las críticas, el boca a oreja y demás. Cada noche un público diferente juzgará el trabajo basándose tan sólo en la experiencia que adquieran en esa representación, pero el éxito o fracaso de la obra lo dictará el conjunto de representaciones. Lo mismo sucede con las experiencias: citando de nuevo a Walt Disney, “el mundo es un escenario” y cada empleado debe aprender a representar su papel, cada escenario debe transmitir las sensaciones deseadas, cada pista debe aparecer en el momento adecuado, ni antes ni después.
No existe una disciplina o herramienta que se pueda utilizar de forma generalizada para diseñar experiencias, pues es la mezcla original de numerosas perspectivas y competencias lo que desencadena todo el potencial de la creación de valor mediante experiencias. En las líneas que siguen, revisaremos algunas de las disciplinas de las que nos podemos servir para evaluar el tipo de experiencias dirigidas a un público variado en el contexto de la información y las prácticas ya existentes en la empresa, auditar las experiencias actuales, diseñar nuevas experiencias, ponerlas en funcionamiento y darles seguimiento.

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Biografía del autor

Lewis P. Carbone

Fundador y consejero delegado de la consultora Experience Engeenering, Lewis P. Carbone ha investigado durante más de veinte años la dinámica de creación y administración de experiencias. Su empresa cuenta en su haber clientes de la talla de IBM, General Motors, Avis, Audi, Blockbuster, Office Depot, y Taco Bell, entre otros. En colaboración con Steve Haeckel escribió el artículo pionero “Engineering Customer Experiences”, con el que dieron origen al concepto de experiencia del cliente.

Ficha técnica

Editorial: Financial Times Press

ISBN: 9780131015500

Temáticas: Marketing y ventas

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Comentarios

Un enfoque muy interesante sobre cómo ganar y mantener clientes a través del minucioso cuidado de sus experiencia con el producto o servicio. Añadido a la lista de futuras compras ;-)

Excelente análisis de las experiencias del cliente y como perfeccionarlas e implementarlas. Me gusto mucho y te deja con mucha información a implementar ya.