Hace algunos años, compartí escenario con el cofundador de Apple Steve Wozniak, o Woz, como suelen llamarlo. Tiene fama de ser discreto, entrañable y sorprendentemente franco, y rápidamente comprendí por qué.
Charlando con él en los camerinos, me interesó escuchar lo que pensaba Woz de la trayectoria de Apple durante todo este tiempo, pero también quería saber a dónde se dirigía. Le entusiasmaba particularmente Apple Pay y el potencial que tenía para revolucionar el mundo de las transacciones de los clientes.
Sin embargo, lo que más me impactó de aquella conversación fueron las reflexiones sobre otras empresas que él y Steve habían admirado durante la primera época de Apple, como Atari y Sony, marcas que en un tiempo fueron paradigmas de la innovación, pero que entonces eran la sombra de lo que fueron.
Tiempo atrás, el nombre de Sony era sinónimo de innovación. En las décadas de 1980 y 1990, la empresa japonesa de electrónica fue la responsable de crear maravillas como el Trinitron, el Walkman, el primer reproductor de CD, el disco flexible de 3,5 pulgadas, la primera PlayStation y el reproductor de Bluray.
Aunque aparentemente Sony fuera la imagen del éxito empresarial a finales de la década de 1990, ya se estaban formando las negras nubes de la tormenta.
En 1999, el CEO de Sony, Nobuyuki Idei, dio una coferencia en la feria COMDEX en Las Vegas. Dos décadas después del lanzamiento del Walkman, la empresa estaba intentando poner en el mercado nuevos dispositivos personales de música para el siglo XXI con el lanzamiento del Memory Stick Walkman.
Se podría pensar que Sony contaba con todos los elementos que puede requerir una empresa para que su nuevo producto fuera un éxito: ingenieros electrónicos creativos, diseñadores innovadores, un departamento de informática, experiencia con videojuegos y el 50 por ciento de las acciones del sello musical BMG. Pero, justo cuando el público de Las Vegas se estaba convenciendo del nuevo y emocionante lanzamiento de Sony, ocurrió algo inesperado y peculiar: Idei anunció el lanzamiento de otro dispositivo de audio digital llamado VAIO Music Clip, y además un tercer producto, el Network Walkman. Cada uno de estos dispositivos, independientemente, era prometedor, pero, extrañamente, competían activamente unos con otros. Sony parecía estar luchando contra sí mismo.
Aquel nefasto día de noviembre en Las Vegas fue más que un error estratégico: fue un símbolo de los mismos obstáculos que iban a erosionar la relevancia, la rentabilidad y el momentum de Sony en los años que estaban por venir.
Uno de los problemas más acuciantes fue que, a medida que Sony crecía, se había ido fragmentando hasta tal punto que sus tecnologías y nuevos productos ya no eran compatibles entre ellos. Ni uno solo de los departamentos era capaz de llegar a un acuerdo sobre un producto, de comunicarse para intercambiar ideas o crear una estrategia conjunta. Sony había llegado a estar en la vanguardia de la tecnología y el diseño, pero se había hecho grande y compleja a costa de la cohesión, la agilidad y la capacidad de reacción.
Esto provocó consecuencias devastadoras. Muy pocos años después, Sony tiró la toalla en la música digital y dejó el terreno libre para que Apple se hiciera con el mercado en 2001, con el lanzamiento del revolucionario iPod. Paradójicamente, la empresa que había inspirado antaño a Jobs y Wozniak ahora a duras penas podía mantener el ritmo.
A mediados de la década de los 2000, Apple ya se había apropiado del liderazgo en la innovación en el mercado de los dispositivos musicales. Pero Sony también remaba con el viento en contra en otros frentes. Los beneficios se estaban desplomando rápidamente y la empresa comenzó a perder su puesto prominente en el mercado mundial de los televisores, porque no anticipó el auge de los televisores de pantalla plana.
Aunque el negocio de la PlayStation seguía creciendo, era una excepción en un panorama que rápidamente se estaba convirtiendo en una pesadilla. Entre 2005 y 2012, el precio de las acciones de Sony cayó de los 38 a los 18 dólares. En comparación, tanto las acciones de Apple como las de Samsung doblaron su precio en el mismo periodo.
Si nos fijamos en los aspectos no económicos, los últimos años de la década de los 2000 también fueron nefastos para Sony. En 2002, por ejemplo, Sony estaba muy por delante de Samsung en la lista Forbes de las empresas más grandes. No obstante, en 2005, los papeles se habían cambiado: Sony había caído a la posición 123 y Samsung había avanzado hasta la 62. En 2012, Samsung había llegado hasta la posición 12, y Sony… se había desplomado hasta la 477.
A pesar de esta caída espectacular, a mediados de la década de los 2000 la negación en Sony era la norma general. Aunque era obvio que el gigante electrónico japonés estaba perdiendo su competitividad, los líderes de Sony prefirieron vivir en el pasado, señalando repetidamente las viejas cifras de ventas y dando por supuesto que los productos que estaban ofreciendo alcanzarían de manera automática los mismos niveles de éxito que los anteriores.
En la década de los 2000, estos errores no fueron exclusivos de Sony, puesto que otras empresas electrónicas japonesas como Panasonic, Sharp y Fujitsu sufrieron el mismo destino. Aunque estos iconos japoneses estaban a la cabeza de la innovación cuando se comenzaban a diseñar los primeros teléfonos inteligentes, poco a poco se volvieron arrogantes y solo se miraron el ombligo, hasta el punto de que desdeñaron el lanzamiento del iPhone en 2007 porque creían que sus propios dispositivos ya eran lo bastante inteligentes. Mientras que el resto del mundo ya reconocía que el iPhone había cambiado las reglas de juego, los fabricantes japoneses no supieron leer el mercado hasta que casi fue demasiado tarde. A mediados de 2012, Panasonic, Sharp, Fujitsu y Sony se repartían un minúsculo 8 por ciento de cuota de mercado global de los teléfonos inteligentes.
A principios de 2013 la situación era grave para Sony. Acumulaba cuatro años consecutivos de pérdidas y el año anterior había tenido 6.400 millones en números rojos. Para colmo, su solvencia crediticia había caído de forma espectacular.
El ejemplo de Sony nos debería dar que pensar a todos. El momentum es una fuerza poderosa y, una vez que la perdemos y la tenemos en contra, dar la vuelta a las cosas puede ser una dura batalla a contracorriente.
Sony ejemplifica los cinco enemigos del momentum que veremos a continuación.
Enemigo 1: la intoxicación del éxito. Este enemigo se caracteriza por una mentalidad que afirma: “Mira todo el éxito que hemos tenido… Tenemos que estar yendo por el buen camino”. En el mejor de los casos, esta mentalidad conlleva que nos cerremos a diferentes perspectivas y puntos de vista. En el peor, puede generar una mezcla de arrogancia y complacencia.
Naturalmente, cuanto mayor y más duradero es el éxito de un individuo o una organización, más probable es que sus triunfos y logros le cieguen.
Enemigo 2: la tiranía de la tradición. Las tradiciones codifican una práctica o estrategia que funcionó una vez, pero que quizá no vuelva a ser apropiada o efectiva. A esto se suma que, como humanos, somos criaturas de costumbres que tienden a gravitar en torno a lo familiar, lo probado y lo predecible. Estamos hechos para buscar y encontrar patrones. Cualquier certidumbre es mejor que la incertidumbre. A consecuencia de esto, la mayoría de las organizaciones y muchos individuos tienen un instinto reflejo para resistirse e incluso temer el cambio. Aún peor, tenemos una peligrosa tendencia a arraigar nuestra identidad en el pasado, y vemos las tradiciones como algo esencial “de lo que somos” en lugar de considerarlo simplemente como “algo que hacemos”.
Este segundo enemigo del momentum es peligroso porque nos agobia, nos inmoviliza, nos hace descarrilar y tiene el potencial de absorber toda nuestra energía y dinamismo.
Enemigo 3: la carga de la burocracia. El papeleo, la sobrerregulación y la burocracia son la trinidad impía de la ineficiencia. Pocas otras cosas tienen el potencial de debilitar el momentum de los individuos y las organizaciones.
La paradoja, por descontado, es que, en un principio, la burocracia se diseñó para lograr justo lo contrario.
A finales del siglo XIX, el economista político alemán Max Weber concibió por primera vez la teoría burocrática de la gestión con la intención de luchar contra el nepotismo y la habitual falta de productividad en las empresas familiares de su época. Weber creía que las organizaciones eficientes debían tener una “jerarquía o autoridad estricta, normas y regulaciones claras, procedimientos estandarizados y registros meticulosos”.
Cuanto más crece una organización y más larga es su vida, más burocrática e ineficiente se vuelve.
Enemigo 4: el cansancio de la monotonía. El cuarto enemigo del momentum nos puede afectar a todos: sencillamente, seguir con las rutinas.
La mayoría de las empresas o individuos comienzan con una visión inspiradora del futuro. No obstante, a medida que el tiempo los hace caer en la rutina, el realismo sobrio sustituye al optimismo. La gran imagen inspiradora se estanca y solo quedan el letargo, el abatimiento y la monotonía paralizante.
La mejor manera de seguir inspirados y en el buen camino es tener una visión clara y concebible en la que concentrarse. Sin tener claro a dónde vamos y por qué es importante, seguir con nuestra rutina monótonamente acabará por desalentar hasta al más disciplinado y determinado de los individuos.
Enemigo 5: la seducción de la inmediatez. En una época en la que todo es para hoy, donde la presión del cuatrimestre en curso, el año financiero o el ciclo de recaudación de fondos pueden dominar nuestros pensamientos, es esencial que los líderes eviten el pensamiento a corto plazo. Como afirman James Kouzes y Barry Posner en A Leader’s Legacy, “debemos evitar a toda costa ser rehenes del presente”.