Hábito 1: información. La información hay que captarla, procesarla, darle sentido, enriquecerla y distribuirla entre clientes internos y externos para que desempeñen mejor su trabajo. Un ejemplo es la política de libros abiertos de algunas empresas, que facilita al personal información interna económico-financiera de la organización. Esto posibilita que los empleados entiendan cómo repercute su comportamiento en la marcha de la empresa y que se responsabilicen en definir qué información necesitan para buscarla y encontrarla.
El flujo de información arrebata autoridad a la cúpula y la distribuye entre los empleados, que adquieren mucha más importancia. Como dijo Chester Barnard, las organizaciones se mantienen unidas por la información, no por la propiedad o la autoridad. Para estar bien informado, todo director general debe reservar como mínimo cuatro semanas al año con clientes, consumidores, supervisores y jóvenes profesionales que lleven al menos un año en la empresa. Recorra su organización, vagabundee por ella. La educación nos aglutina y cada vez funciona menos el “ordeno y mando”. Al contrario, la falta de información crea una torre de Babel en la organización.
Pero la información crítica muchas veces no es la del interior de la empresa, que un ejecutivo puede obtener con relativa facilidad, sino la del entorno. La información sobre la evolución de los clientes y de los no clientes, de los competidores y de la tecnología la tienen los vendedores, y un ejecutivo debe tener tiempo para hablar con ellos directamente, o incluso trabajar él mismo como vendedor. Esta información puede cambiar drásticamente el DAFO de la empresa y hacer que la misión y la estrategia se replanteen.
¿Cómo sabe si posee este hábito de la información? Auditándose. Pregúntese si obtiene información enjundiosa y esencial de sus colegas, jefes y colaboradores. También si distribuye toda la información que necesitan los demás y si sus informes están bien redactados y son lógicos, breves y adecuados. Además, ¿lucha con eficacia contra la sobrecarga de información? ¿Posee una información directa y de primera mano sobre clientes y competidores?
Hábito 2: misión y estrategia. A partir de la misión surgen las estrategias, que para una unidad de negocio es una red de objetivos cuantitativos centrados en cuatro áreas interconectadas: económico-financiera, servicio al cliente, procesos internos y conocimientos y capacidad de liderazgo de los empleados. Sin un proceso interno que lo haga posible, los empleados no tendrán capacidad de liderazgo. Por otra parte, un magnífico servicio al cliente no vinculado a un resultado económico carece de interés.
Los objetivos de los profesionales deben derivarse de los objetivos empresariales de su unidad de negocio, que de este modo se convierten en una herramienta de trabajo muy potente que fuerza la profesionalización de toda la dirección. La labor del líder consiste entonces en que todos sus colaboradores vean la misma red de objetivos empresariales o, dicho en otras palabras, en gestionar la imaginación de las personas para marcar el mismo norte en las mentes de todos. La mejor estrategia no es la más perfecta ni la que hace un analista. Tampoco la que se basa en el mejor estudio de mercado, sino la que puede entrar en acción y aplicarse con más facilidad.
¿Tiene una misión claramente definida que no surge de su propia genialidad? ¿Celebra el equipo directivo de cada unidad de negocio seis o siete reuniones de tres o cuatro horas cada año para la actualización estratégica? ¿Formula la estrategia de modo sencillo para despertar más interés en los demás? ¿Adapta la organización y los procesos a la misión y a las estrategias? ¿Pone su misión en primer plano el servicio al cliente y el valor añadido que se le debe brindar?
Hábito 3: resultados. No orientarse a los resultados hace que en la empresa haya gente inteligente y eficaz haciendo cosas absurdas. Sin embargo, este problema no es técnico, sino de mentalidad, y exige una mejora del liderazgo, ya que para organizar a los demás primero hay que organizarse a sí mismo centrándose en lo importante. Se debe evitar caer en la trampa de lo urgente porque, aunque eso pueda hacernos imprescindibles, crea una situación perversa y no deja tiempo para desarrollar a los colaboradores.
¿Por qué tantos ejecutivos no definen mensualmente los dos o tres objetivos que deben alcanzar? Porque están demasiado orientados a la acción y temen ser vistos como indecisos. No tienen tiempo para lo que consideran ejercicios teóricos y, como son “genios”, ya saben lo que tienen que hacer. La consecuencia de esto es ineficacia y falta de integración de las funciones. La verdad es que quien se permite ser víctima de las circunstancias trabaja muy por debajo de sus posibilidades y se decepciona a sí mismo.
La mejor auditoría que puede realizar a este respecto es preguntarse si conoce lo que para usted es importante y urgente. Además, ¿planifica primero lo importante y se atiene a ello? ¿Es un buen colaborador que refuerza la posición de su jefe? ¿Tiene tiempo para la familia? Por último, ¿puede decir que añade valor al cliente?
Hábito 4: delegar. El recurso más escaso de una empresa es la falta de personas con capacidad gerencial, porque lo único que forma y desarrolla gerencialmente a las personas es un buen proceso de delegación. Sin delegar funciones es absurdo hablar de liderazgo. Lo propio de la cultura C es una delegación de máximo alcance para que los empleados estén comprometidos con los detalles de su operación y que tengan voz y voto para tomar las decisiones oportunas. Pero esto exige que dejemos de lado el ego y persigamos el bien común.
¿Cómo sabe si está delegando bien? Preguntándose si, aunque respete el conducto reglamentario, habla con todo el mundo independientemente de su nivel para entusiasmar a los demás y pensar en el valor añadido que se debe dar al cliente. ¿Pasa hora y media al mes conversando con cada uno de sus colaboradores directos sobre su plan de rendimiento? Ante un comportamiento inadecuado, ¿lo afronta personalmente y cara a cara? ¿Es incansablemente positivo o se limita a actuar como juez que imparte justicia?
Hábito 5: comunicación. El buen directivo transmite de modo incansable valores y principios esenciales mirando cara a cara a sus colaboradores. Es una cuestión interpersonal que exige asumir la responsabilidad de la comprensión y dedicar mucho tiempo a romper barreras y tender puentes para influir y dejarse influir. Los fallos de comunicación interna en las empresas no se deben a los empleados de base, sino a los directivos. Si la comunicación es buena entre ellos, lo será a todos los niveles.
La comunicación tiene que estar presente tanto en la formulación de la misión y la estrategia de la empresa, que debe ser sencilla, como en la definición de responsabilidades. También debe ser parte fundamental de las reuniones del jefe con sus colaboradores. Además, las reuniones de coordinación estarán programadas con 6 o 12 meses de antelación con los participantes, y los objetivos y aportaciones de cada uno estarán muy claros.
Para saber si es un buen comunicador, debe pensar si cuando está con alguien procura que el otro lleve la iniciativa de la conversación y preguntarse si es amable, comprensivo y benevolente. ¿Busca oportunidades para dirigirse a los demás y disfruta hablando en público? ¿Es leal, no engaña y no habla mal de nadie? ¿Y se comunica habitualmente y cara a cara con los clientes?
Hábito 6: equipo. La organización jerárquica y funcional de la cultura M solo es adecuada para trabajos fáciles. Cada uno hace lo suyo, se despreocupa de lo que hacen los demás y se crean reinos de Taifa.
En cambio, en una cultura C hay mayor receptividad a las nuevas ideas y todo el mundo entiende lo que hacen él y el conjunto. La organización es más inestable y requiere que constantemente se recuerde el objetivo que se persigue. Sin embargo, en este tipo de cultura una persona no vale lo que valen sus conocimientos, sino lo que valen integrados con los conocimientos de los demás, lo que otorga a su empresa una gran ventaja competitiva.
Por tanto, pregúntese: ¿comprende antes de ser comprendido?, ¿practica siempre y a toda costa la política de ganar-ganar?, ¿permite que alguien se equivoque, pero no consiente actitudes negativas?, ¿tiene miedo a preguntar? El objetivo de todo esto es, obviamente, que el equipo nunca pierda de vista el objetivo del servicio al cliente. ¿Es esto así?
Hábito 7: aprendizaje. Productividad significa aprendizaje, el aprendizaje implica cambio y el cambio es una oportunidad. Por eso quien aprende cambia y crea un puesto de trabajo nuevo. Este hábito incluye dos consideraciones, qué conocimientos debe adquirir para no quedarse obsoleto y cómo puede aumentar el conocimiento que tiene de sí mismo.
El aprendizaje es un proceso ininterrumpido que requiere un seguimiento constante y un feedback fuertemente organizado para saber, mediante esta información de vuelta, lo que está modificando a la persona, qué esfuerzo está realizando y cuáles son sus puntos fuertes y sus malos hábitos. El aprendizaje no es cuestión de unos cuantos días.
En segundo lugar, el aprendizaje tiene que ser muy práctico y proporcionar métodos y técnicas, porque en una cultura C el profesional sabe que nunca está suficientemente preparado, que la seguridad solo la puede tener en sí mismo y que por otra parte no puede aislarse. Tiene que solicitar opiniones, preguntar, escuchar y airearse. Por tanto, el mayor enemigo del aprendizaje es la autosuficiencia.
En el entorno actual, no pasan más de cinco años sin que nos hayamos quedado obsoletos a menos que hayamos adquirido nuevos conocimientos. Por tanto, debe preguntarse si cumple con sus propósitos y planificaciones y si conoce las tecnologías de información y comunicación necesarias en su puesto de trabajo. ¿Saca una media de media hora diaria para mantenerse al día en su especialidad? Y, cómo no, ¿conoce su proceso de pensamiento y sabe si es intuitivo o racional, por ejemplo? ¿Sabe cuáles son sus grietas y fisuras? ¿Aprende muchas cosas de sus clientes y sus competidores?
Hábito 8: innovación. La función más propia de una empresa es la innovadora, porque si no se introducen innovaciones y mejoras continuas, se acaba fracasando y muchos buenos profesionales se marchan. Recordemos que la mitad de las empresas que en la década de 1980 figuraban en la lista Fortune 500 ha desaparecido.
Aunque las innovaciones de gran alcance las debe impulsar la alta dirección, todo el mundo debe estar innovando en su trabajo. Este hábito es prácticamente automático si se han adquirido los demás, pero quizá sea el más difícil. En nuestros programas de formación y desarrollo de directivos, cuando nos preguntan cuál debe ser su objetivo, respondemos que debe ser lograr un índice de innovación mínimo de dos o tres innovaciones al año por empleado.
La nostalgia por la mentalidad M, los monopolios internos de algunos departamentos que, bajo la apariencia de progreso solo introducen burocracia y crean desmoralización, y el apego a una fórmula de éxito anterior que ya no sirve son los tres grandes obstáculos a la innovación. Un método práctico para fomentarla es que, en una empresa de más de 50 empleados, cada uno mantenga viva una lista de unas 100 ideas posibles de mejora y que vaya seleccionándolas y aplicándolas.
Y para saber si posee este hábito, debe preguntarse si, además de trabajador infatigable, es creativo, si crea sistemas para que todos aporten ideas de mejora, si retribuye la innovación y si crea procesos para gestionar cambios. ¿Está toda la innovación presidida por la mejora del servicio al cliente?
Para adquirir los 8 hábitos descritos anteriormente, es fundamental que eliminemos nuestras creencias anteriores. En el caso de la información, la contabilidad y el ordenador, pensar que la información es poder y confiar únicamente en sus años y experiencia no garantiza nada. Tampoco separar estrategia y cultura, y pensar que todo lo que tiene que hacer está en la descripción de su puesto de trabajo. Por otra parte, no debemos dar por hecho que tenemos bien pensados los planes de trabajo de nuestros colaboradores y que ellos confían en nosotros.
Asimismo, no basta con ser justo y objetivo, también tiene que ser positivo y entusiasta, escuchar a sus colaboradores, comprender antes de ser comprendido y ser capaz de renunciar a su protagonismo personal en aras del equipo. Y por supuesto, debe dejar de resignarse y pensar “yo soy así”. Lo que tiene que hacer es actuar para mejorar su forma de ser y pensar que la productividad es cuestión de aprendizaje, no de tecnología.
Estamos convencidos de que para introducir cambios estructurales en la empresa, el primer ejecutivo debe realizar un proceso de formación y desarrollo basado, en primer lugar, en un diagnóstico que incluya entrevistas y cuestionarios sobre la posición competitiva de la empresa, su estilo de dirección y liderazgo y el funcionamiento del Comité de Dirección. A continuación se presenta un informe que recoja la posición competitiva de la empresa, su estilo de dirección (confidencial), el proceso actual de formación y desarrollo y las propuestas de mejoras estructurales.
La segunda fase es la formación y desarrollo, que debe realizarse, por ejemplo, en tres sesiones prácticas de dos días cada 20-30 con todo el equipo. Insistimos en la dinámica de grupo porque la empresa debe ser dirigida por un equipo, no por un comité. El aprendizaje práctico y de aplicación inmediata se da cuando la gente se abre, comparte, examina y desafía una multitud de juicios de valor y modelos mentales que requieren aclaración.
Paradójicamente, es más fácil mejorar y alinear la conducta y los hábitos de varias personas a la vez que las de una sola. El coaching personalizado es posterior y surge del propio miembro del equipo tras haberse relacionado con los demás y haber hallado lo que le enriquece. Esta forma de actuar evita que las empresas cometan errores como el de distinguir entre la dirección y el desarrollo de personas. Un estudio de necesidades de acuerdo a una gestión de competencias que ignore la cultura exacta que debe crearse peca de parcialidad y estrechez.
Por último, la formación debe acoplarse y responder a la problemática real que tiene el profesional en su puesto de trabajo e involucrarlo para que participe activamente. A este respecto, las sesiones outdoor, fuera de la empresa, son siempre magníficamente evaluadas, pero el problema radica en que a menudo las consecuencias que se extraen de esas actividades no pueden aplicarse a la mejora del trabajo en la empresa. Una formación no es buena por el simple hecho de ser divertida. La formación eficaz e interesante, aunque quizá menos divertida, es aquella que facilita a un profesional la reflexión y el conocimiento profundo de sus malos hábitos y de sus consecuencias.