La curiosidad es innata en el ser humano, aunque la enseñanza tradicional basada en lecciones, ejercicios y exámenes no se adapta por igual a todos los alumnos de una misma clase. Aprender significa entender, asimilar y aplicar los conocimientos, así que hace falta un sistema de enseñanza que tenga en cuenta la inteligencia creativa de cada persona.
Son muchos los profesores que han investigado y opinado sobre el tema de la enseñanza. Para Ken Robinson, el actual sistema no educa al alumno para afrontar los nuevos retos del mercado laboral: ser buen comunicador, intuitivo, flexible y capaz de trabajar en equipo. Hace algún tiempo, un título universitario era símbolo de distinción y prestigio, pero actualmente deben tenerse en cuenta la vocación y las habilidades necesarias para adaptarse a los constantes cambios de la sociedad. Robinson también es partidario de que los estudios universitarios abarquen todas las ramas del conocimiento, es decir, ciencias y humanidades.
A. Kohn va más allá y piensa que la escuela actual lo que hace es poner trabas al proceso de aprendizaje y, frente a la idea de que los niños deben acumular datos para triunfar y ser cultos, propone una educación que enseñe a pensar y a entender.
H. Thoreau dejó escrito que la enseñanza “cavaba un foso en un arroyo libre y serpenteante” porque no facilitaba el aprendizaje. En cambio, él animaba a sus alumnos a interpretar lo que veían, a hacer hipótesis y a confirmarlas, con métodos que abarcaban desde paseos por el campo hasta visitas a empresas. Creía que los chicos aprenden lo que están dispuestos a aprender y que la experiencia es el mejor profesor. La rutina y el autoritarismo son un sinsentido y pensaba que la enseñanza no es transmitir cultura sino reconstruirla, en un proceso cíclico donde se experimenta, se sacan conclusiones y se vuelve a experimentar para confirmar o despreciar la información.
Sobre la memoria, Sócrates, ya en la antigüedad, nunca ofrecía respuestas a sus alumnos: les hacía preguntas para estimular el pensamiento crítico y guiarlos hasta conclusiones lógicas, método con el que los conocimientos se recordaban mejor.
En la actualidad, el sistema educativo de EE.UU. ofrece bastantes deficiencias. Hay escasez de profesores cualificados, a los que se exige dedicación, compromiso y energía a cambio de un salario insuficiente y medios escasos; los programas de estudios adolecen de un desequilibrio entre las ciencias y las humanidades, primando aquellas sobre estas; el nivel cultural de los alumnos de EE.UU. es inferior a los de Asia y Europa porque no se les anima a ampliar la mente con un enfoque creativo que incluya la literatura, la escritura y la expresión oral.
Por suerte, y a cambio, cada vez se da más protagonismo al alumno. Éste debe saber usar lo aprendido en clase y el profesor lo consigue mejor si entiende los aspectos clave del pensamiento. L. Hart explica cómo razona un niño. Le preguntó a un alumno de Primaria por qué existía el polvo y el chico respondió: “Porque el portero le permite entrar”. Los niños necesitan verbalizar y tocar, aprenden más rápido en contacto con la realidad, reproducen modelos que conocen y necesitan que se fomente su creatividad.
El objetivo debe ser adaptar la pedagogía a las habilidades del alumno. Así, un chico que aprende mejor usando las palabras aumentará su comprensión lectora escribiendo un resumen de la lección. Con la pedagogía de “las manos en la masa” comprenden los principios fundamentales de la asignatura y para estudiar la electricidad, por ejemplo, lo mejor es que fabriquen un sencillo circuito con pilas y bombillas. Otros métodos proponen que los alumnos trabajen en grupo para resolver problemas y aprender así de los errores, o “sacarlos” a la calle para practicar la teoría y que luego expongan en clase sus “descubrimientos”, emplear juegos de ingenio, competiciones entre compañeros y ejercicios graduados, donde para pasar al siguiente es necesario saber el anterior.
El problema para el profesor estriba en que cada persona es diferente a la hora de reconocer modelos y unos alumnos manejan números fácilmente, mientras que otros se defienden mejor frente a una imagen. Puesto que la enseñanza debe estar abierta a todos, algunas escuelas han puesto en marcha ideas creativas como, por ejemplo, los cuestionarios que premian la opción correcta y además preguntan al alumno otras posibles respuestas. Otra práctica consiste en dividir la clase en cuatro grupos según su personalidad y analizar cómo resuelven un problema en 60 minutos. Los intuitivos lo hacen en 15 minutos, los innovadores en 60 pero ofrecen varias soluciones, a los imaginativos no les da tiempo a terminar y los inspiradores basan su respuesta en las consecuencias sociales que la solución alcanzada tendría.
Uno de los temas que mayor controversia genera puede que sea el de los exámenes, puesto que sólo reflejan la cantidad de teoría aprendida pero no lo que se ha asimilado ni cuánto va a durar. Cuando termina el examen, empezamos a olvidar. Chinn y Brewer proponen un modelo de aprendizaje basado en el cambio conceptual y en la interiorización. Para empezar, el alumno expresa su teoría previa sobre el tema a tratar y, al recibir la información nueva, la contrasta con lo que pensaba y elabora otra teoría que debe ser confirmada por la práctica o alterada cuando sea necesario. Al final del proceso, descubre la teoría válida y a veces aporta nuevas alternativas.
Para formar ciudadanos creativos y cultos, la enseñanza debe fomentar, por tanto, la curiosidad y poner énfasis en la comprensión de los contenidos. Resta, por último, el asunto de la ética profesional. Sabemos que algunos ejecutivos “maquillan” las cuentas de su empresa para presentar los resultados deseables, así que queda en el aire la pregunta de si la honradez debe enseñarse en casa o en la escuela. Para evitar estos comportamientos, las empresas del futuro tienen que mostrarse abiertas y creativas: deben motivar a sus trabajadores proporcionándoles una formación constante y un puesto adaptado a su perfil, porque sólo así sobrevivirán en un mundo cada vez más competitivo. Cuando Churchill era un niño, un granjero le salvó la vida y no quiso ninguna recompensa, pero el padre de Churchill quiso agradecérselo y le pagó al hijo del granjero los mismos estudios que a su hijo. Ese niño era Alexander Fleming, que con el paso del tiempo inventó la penicilina y salvó a Churchill de morir de neumonía. Afortunadamente, la honradez siempre tiene su recompensa.