Sólo las empresas y los emprendedores que atribuyen al factor humano un carácter decisivo tienen la oportunidad de triunfar. Las materias primas, las máquinas, los métodos de producción, la venta, el marketing y todo aquello que compone el proceso empresarial puede imitarse, salvo las personas. De ahí que la gestión de recursos humanos haya sido, desde el primer momento, una de las prioridades en la conducción de Lladró.
La empresa ha mantenido siempre un bajísimo índice de rotación, con un período medio de permanencia en la plantilla de aproximadamente 25 años. Ello es consecuencia, principalmente, de su carácter pionero en muchas prestaciones complementarias al salario, hoy habituales: la asistencia y facilidades de seguro médico, fondo de pensiones, seguro colectivo de vida, formación y otras parecidas.
Que la reciprocidad entre empleado y empresa ha sido absoluta lo prueba también el hecho de que Lladró jamás ha tenido conflictos laborales serios, pese a haber vivido, como el resto de las empresas españolas, épocas muy convulsas desde el punto de vista social y laboral (durante la Transición o en las fases de reconversión industrial). La empresa nunca ha escatimado nada para fidelizar a sus colaboradores. Fue, por ejemplo, una de las primeras en regalar un aguinaldo en especie, sumado a la correspondiente paga extraordinaria de Navidad. En 1958, su primer año de instalación en Tavernes Blanques (Valencia), los dieciocho empleados causaron la admiración de los trabajadores de las fábricas cercanas al salir con una cesta debajo del brazo en vísperas del 25 de diciembre. Un hecho que, en su momento, no tuvo nada de anecdótico. Los tres hermanos fundadores lo hicieron no sólo porque su empresa ya era notable, sino porque siempre han tenido claro que la mejor inversión es la que se deposita en recursos humanos, por importantes que también sean las demás.
En contra de lo que parece y se dice de un mundo que paulatinamente va adquiriendo tintes robóticos, el factor humano sigue siendo más que fundamental. Si bien es cierto que el trabajo industrial se apoya de forma sustancial en el aporte de las máquinas, el hombre y la filosofía con que se guíe influirán con total seguridad en la empresa mientras los consumidores sigan siendo personas.
La empresa estadounidense que le abrió a Lladró las puertas del mercado mundial fue Weil Ceramics, que a finales de los años sesenta era una pequeña sociedad de tres miembros. El más veterano de ellos, Mr. Scornick, que dirigía la parte administrativa y financiera, le enseñaría a José Lladró lo que iba a convertirse en la base de su gestión: la importancia de medir.
Scornick se valía de un sistema primitivo, pero eficaz, para tener controlados los gastos y los ingresos de manera inteligente, de modo que en todo momento podía saber los márgenes reales de su empresa. Es fácil que ciertas partidas presupuestarias lleguen a dispararse y rebasar los límites de la eficacia. Para Scornick se trataba de que el cuerpo económico de la empresa estuviera siempre proporcionado, cuidando de que ninguna de sus partes se atrofiara o desarrollara desordenadamente.
Medir no es contabilizar, estar al día con los impuestos, tener controlados los pagos a los bancos, etc. Supone dimensionar las cosas con arreglo a su importancia relativa. Cuando algo se sale de ese marco, sea la inversión publicitaria, los gastos en estructura comercial o la dimensión del área de servicios, es porque algo funciona mal. Midiendo se pueden reconducir los problemas con facilidad, mientras que ello no es posible limitándose tan solo a contabilizarlos.
Existe una estrecha relación entre la medición y los valores humanos. Ambos tienen una enorme relevancia, tanto en el desarrollo de las empresas como en la evolución personal de quienes forman parte de ellas. Una escala de valores positivos, junto con sus correlatos negativos, es aplicable tanto a las personas como a los colectivos y puede servirnos para llevar a cabo nuestra propia medición moral. Entre los verdaderos valores se encuentran la grandeza de espíritu, la inteligencia y capacidad de liderazgo, la constancia, la creatividad, la autosatisfacción, la lealtad y el amor al prójimo, y entre sus opuestos, la mezquindad, la aplicación sistemática de la ley del mínimo esfuerzo, la laxitud e indiferencia, la ignorancia y falta de inventiva, el descontento permanente, la infidelidad, la envidia, el odio o el desprecio.
La medición no es en sí misma un valor humano, pero la predisposición a ser medidos se puede considerar como una actitud vinculada a determinados valores. Por ejemplo, los mezquinos e ignorantes muestran gran resistencia a la medición, ya que es la única manera de conocer el alcance de cada cuál. Cuando una mayoría de ese perfil se resiste a ser medida, y consigue imponer sus criterios, acaba implantando sistemas incapaces de funcionar. Estos sistemas no son sólo defectuosos, sino que se instalan sin la convicción suficiente y, por lo tanto, sin auténtica decisión, de modo que de inmediato provocan ineficacia y descontrol: los objetivos se desplazan o se desdibujan y, como persiste la resistencia a ser medidos, a medir la eficacia de las propias acciones, y dado que no existen normas definidas claramente -o si existen no hay modo de homologarlas-, se acaba actuando de manera errática o incluso caprichosa. Este tipo de sistemas o su ausencia no pretende otra cosa que satisfacer el ego y la soberbia de quienes dirigen la empresa; constituye más una forma de mando que una forma de gestión.
En ese contexto, el verdadero líder tiene por delante una tarea difícil. Quienes poseen grandeza, amplitud de miras, inteligencia, constancia y creatividad, están demasiadas veces rodeados de envidiosos unidos por alianzas opacas, silenciosas, tácitas y, a menudo, inconfesables. Con más frecuencia de lo que se piensa, lo que se produce entre mediocres ni siquiera es conspiración: no pasa de ser un entendimiento espontáneo frente al enemigo común que supone el líder.
Es necesario poseer autoridad moral para ejercer el liderazgo. A muchos les cuesta entender que éste no viene de la autoridad, sino del reconocimiento, es decir, no viene del poder que se detenta, sino del que le confieren los demás de manera voluntaria. Quien recibe nuestras directrices debe reconocer nuestra autoridad para impartirlas, sentir que tenemos ese derecho: no sólo porque podemos hacerlo por razones de jerarquía, sino porque hacemos un buen uso de esa autoridad, somos capaces de aprovechar el esfuerzo que exigimos a los demás, aunarlo y convertirlo en algo más que la suma de las partes. Y, además, porque no lo utilizamos en nuestro propio beneficio, sino para el bien del conjunto y de la obra que estamos realizando entre todos. Si el liderazgo no se basa en ese tipo de relación, un empresario como mucho podrá ser el dueño y, en el peor de los casos, será simplemente un tirano.
La función del empresario es ejercer de raíz y hacer florecer el árbol, hacer subir la savia para que el ramaje se expanda lo más alto posible y de manera saludable. El empresario a la vieja usanza se sitúa en la cima, en el lugar en el que debería estar el ramaje, y hace crecer la empresa hacia abajo. Una empresa así es difícil que avance porque ha invertido los términos.
El falso liderazgo, el liderazgo impositivo del ‘ordeno y mando’ sin ninguna legitimidad, no sólo crea malestar: genera inseguridad y desmotivación. La clave radica en conseguir dar a la gente la oportunidad de poner en juego todas sus capacidades: inteligencia, manos, voluntad y corazón. Son cosas diferentes y no siempre fáciles de distinguir. Hay quien esforzándose mucho, le falla la inteligencia necesaria para ejecutar correctamente la tarea encomendada; hay quien posee mucha inteligencia, pero carece de voluntad para ponerla al servicio de lo que tiene que realizar o no posee la habilidad que se requiere. Hay también quien, teniendo todo eso, es incapaz de poner amor en lo que hace e inevitablemente acaba haciéndolo mal. Por eso es vital conocer a nuestros colaboradores, para poder encomendar a cada uno la tarea apropiada a sus características.
La falta de inteligencia, manos, voluntad o corazón provoca que el rendimiento caiga por debajo de ese máximo al que todos debemos aspirar. En cambio, si se da la conjunción de todos esos factores, cada uno de nosotros puede rendir incluso por encima de un teórico ‘cien por cien’, dependiendo del nivel de responsabilidad que ocupe en la empresa.
Las bases de una arquitectura empresarial eficaz no son en definitiva otras que el conocimiento, la profesionalidad, el humanismo y un ‘no’ rotundo a la improvisación. Para una empresa grande, con una estructura organizativa compleja, es fundamental crear un centro neurálgico lo más reducido posible, constituido por los que conocen a fondo la compañía y tienen claros los objetivos. A ellos corresponde la responsabilidad de crear la filosofía y la cultura globales a partir de las sugerencias y los informes que les llegan de los diferentes ámbitos de la organización. La información que llega en bruto al centro neurálgico debe regresar en forma de directriz a los distintos puntos de los que ha partido.
Junto a ese centro neurálgico es imprescindible la existencia de otros dos: el de contabilidad y el de medición, dos ámbitos muy diferentes entre sí. La contabilidad es un complemento de la medición. Medir es, en definitiva, establecer un objetivo, dotarse de un presupuesto para alcanzarlo e ir ajustando la correlación entre ambos hasta alcanzar niveles que se consideren óptimos. A todo aquel que tenga un ámbito de responsabilidad, por pequeño que sea, se le debe pedir un informe periódico anual o semestral, en el que exponga su actividad, razone su actuación, la repase y evalúe, para presentar después las conclusiones y sugerencias correspondientes a su superior y, sobre todo, para que él mismo tenga conciencia de su responsabilidad. Con ello se consigue que la cultura de la medición se extienda por toda la organización.
El propósito no es otro que crear en la empresa un ciclo generador de ilusión, entusiasmo y vigor: planteamiento del reto, esfuerzo continuado, más allá de la pura obligación; logro; satisfacción colectiva y planteamiento de un nuevo reto. Este ciclo debe ser renovado continuamente porque, de lo contrario, la empresa se detiene, se adocena y se conforma con lo que es, renunciando así a pensar en su futuro.