En 1995, resumiendo investigaciones de dos decenios anteriores, el economista Richard Thaler afirmó que “puede que el descubrimiento más contundente en psicología de la formación del juicio y la elección sea que las personas muestran un exceso de confianza”. En los mismos años el psicólogo Scott Plous afirmó que “ningún problema en la formación del juicio y la toma de decisiones es más frecuente y más potencialmente catastrófico que el exceso de confianza”. No estoy en absoluto de acuerdo.
En el habla cotidiana, el exceso de confianza se emplea después de la ocurrencia de un hecho para explicar por qué salió mal, pero quizá en ningún sector se culpe tan a menudo al exceso de confianza de los fracasos como en el empresarial. Por desgracia, esta opinión es errónea. En primer lugar, no todo lo que sale mal se debe a un error, porque vivimos en un mundo de incertidumbres y es difícil señalar una única causa de cualquier fenómeno. Además, hay muchos tipos de errores, y no todos se deben al exceso de confianza.
En fin, que si cualquier fracaso se atribuye al exceso de confianza, entonces la expresión acaba no significando absolutamente nada. En 2008, Don Moore y Paul J. Healy señalaban en un artículo titulado “The Trouble with Overconfidance” (‘El problema del exceso de confianza’) que la expresión se usaba para hablar de tres cosas distintas: exceso de precisión, que es la tendencia a estar demasiado seguros de que nuestro juicio es acertado; sobrestimación, creer que nuestro rendimiento estará por encima de lo objetivamente justificado; y efecto mejor que la media, que nos lleva a pensar que nuestro rendimiento estará por encima del de los demás.
Sin embargo, conviene matizar estos casos de exceso de confianza, porque en muchas ocasiones se debe a que nos comparamos con las cuestiones y personas que conocemos, en cuyo caso nuestras conclusiones acerca de nuestras capacidades son perfectamente razonables. Otro tanto cabe decir de tareas difíciles. Si no sabemos que los demás son mejores porque nunca hemos intentado realizar una tarea determinada, nuestra valoración de nosotros mismos está determinada por la falta de información. En vez de decir que sufrimos de exceso de confianza, sería más correcto afirmar que somos miopes.
Por tanto, explicaciones, por ejemplo, como las de David Brooks sobre la crisis de 2008 basadas en el presunto exceso de confianza (“La hoguera del exceso de confianza se ha trasladado a Washington”), sin explicar que este sesgo puede significar tres cosas distintas y no una sola, son excesivamente generalizadoras y de una validez bastante limitada. En realidad, el mejor nivel de confianza es el que nos estimula a hacer las cosas lo mejor que sepamos pero sin llevarnos a la complacencia ni a dar por hecho el éxito. Y el nivel óptimo de confianza es el que nos empuja a hacerlo mejor que nuestros rivales. De hecho, cuando el rendimiento es elevado y las recompensas muy desiguales, un nivel de confianza muy alto no es excesivo, sino absolutamente esencial.
Cuando la confianza inspira y motiva, lo que por definición parece excesivo puede tornarse útil. Que numerosas investigaciones no lo vean así se debe a que parten de la idea de que somos actores racionales capaces de realizar juicios precisos y de tomar decisiones acertadas. Y, por otra parte, los experimentos sobre estas cuestiones los suelen diseñar psicólogos cognitivos que no dan importancia a realidades como la competencia entre empresas.
El exceso de confianza no es la única predisposición que ha de reconsiderarse cuando combinamos la capacidad de influir en los resultados y la necesidad de superar a los rivales. También tenemos que mirar con nuevos ojos el llamado error de la negación del índice básico o de la ratio base, identificado a mediados de la década de los setenta por los psicólogos Daniel Kahneman y Amos Tversky, aunque en el siglo xviii el matemático Thomas Bayes y el francés Pierre Simon Laplace ya habían esbozado y desarrollado una fórmula sobre la probabilidad condicional. Un ejemplo de negación de ratio base es el siguiente:
En una ciudad, el 15 % de los taxis son azules y el 85 %, verdes. Si alguien puede identificar correctamente el color de un taxi por la noche el 80 % de las veces y dice que ha visto uno azul, ¿qué probabilidades hay de que realmente fuera un taxi azul? La mayoría de las personas considerarían que la probabilidad de que fuera azul es de más del 50 %, y muchas sostienen que estaría cerca del 80 %, lo cual aparentemente puede ser razonable puesto que en el ejemplo se dice que una persona acierta el 80 % de las veces.
Pero es frecuente olvidar la proporción de taxis azules y verdes y pensar solo en el porcentaje de aciertos de la persona en cuestión. Si tenemos todos los porcentajes en cuenta, las probabilidades de que acierte serán de un 12 % en el caso del taxi azul (restamos a 15 su 20 %, es decir, 3) y de un 68 % en el caso del verde (restamos a 85 su 20 %, es decir, 17). Así pues, si identifica 29 vehículos como azules (12 + 17), el 41,4 % (12/29) serán realmente azules, mientras que el 58,6 % (17/29) serán verdes.
A la hora de emitir juicios, solemos omitir alguno de estos pasos porque, en condiciones de incertidumbre, tendemos a concentrarnos en el caso en cuestión y pasamos por alto la composición de la población general y el efecto de las probabilidades de un acontecimiento sobre otro. A su vez, estas probabilidades y las ratios base rara vez se proporcionan en el mundo real. Como afirma Nassim Nicholas Taleb en El cisne negro, en la vida real no conocemos las probabilidades, sino que tenemos que descubrirlas. Y para complicar aún más las cosas, algunas ratios base cambian a lo largo del tiempo, mientras que otras lo hacen de forma aleatoria.
Por tanto, reconocer que las personas tendemos a pasar por alto las ratios base (se nos da muy mal pensar en probabilidades) es solo un punto de partida. Es más importante preguntarnos si las ratios se proporcionan o hay que descubrirlas, y si son fijas o no. Y por último, debemos preguntarnos si podemos hacer algo para cambiarlas. Esta es la pregunta más importante en la toma de decisiones en el mundo real y cuya respuesta puede identificar la presencia de un prejuicio cognitivo. Entonces, el error se produce cuando realizamos una predicción errónea del futuro ignorando el pasado.
En otras palabras, se trata de equilibrar los objetivos y los pronósticos con una saludable dosis de optimismo, como afirman algunos autores. Pero, de nuevo, ¿qué cantidad de optimismo es útil? La que nos permita mejorar los resultados de las ratios base históricas. Y para responder a esta pregunta, como siempre debemos plantearnos si podemos ejercer control sobre los resultados y si el rendimiento es absoluto o relativo. Establecer objetivos exigentes pero que puedan inspirar a nuestro equipo estimula su rendimiento. Es lo que se llama tener objetivos ambiciosos.
Y para lograr esos objetivos ambiciosos, podemos afrontar cierta ratio base baja redefiniéndola y dividiéndola en partes, en varios desafíos más viables. Por ejemplo, cuando se planteó la posibilidad de viajar a mayor velocidad que la del sonido (ratio base igual a cero, es decir, era visto como un desafío imposible), los especialistas dividieron la tarea aparentemente imposible en tres desafíos parciales con más probabilidades de viabilidad: ingeniería, diseño y ejecución precisa, aspectos que podían controlarse. En cuanto hubieron resuelto cada una de las partes, lo imposible se hizo posible.
Y, además, estaba la autoconfianza de los pilotos para hacer las pruebas. Así, el equipo fue dando pasos analizando y evaluando, usó su cerebro izquierdo, y al final el piloto no cometió ninguna temeridad, sino que controló los riesgos. En suma, el objetivo no fue ir más allá de los límites de la física, sino de los que se habían autoimpuesto para adentrarse en lo desconocido. Esta voluntad es lo que yo denomino “lo que hay que tener”.
Otro aspecto interesante del proyecto exitoso de volar por encima de la barrera del sonido fue que los pilotos fueron mejorando con el paso del tiempo mediante la adquisición de pericia, que no es lo mismo que la mera acumulación de experiencia. A este respecto, debemos aplicar la práctica deliberada, que consiste no solo en pasar una gran cantidad de tiempo practicando, sino en establecer una práctica que se ajuste a un claro proceso de acción, respuesta, corrección de lo aprendido y de nuevo acción. No hablamos de experiencia, sino de especialización. Este comportamiento es típico de los deportes, donde hay respuestas inmediatas a las acciones de los deportistas y modificaciones antes de intentarlo de nuevo. Se practica mucho, pero de forma deliberada.
Combinada con el pensamiento positivo, la práctica deliberada puede potenciar el rendimiento porque crea lo que el psicólogo Martin Seligman denomina “optimismo aprendido”. Asociados a esto están los conceptos de mentalidad deliberativa y mentalidad ejecutiva. Según Peter Gollwitzer, psicólogo de la Universidad de Nueva York, en la primera mentalidad nos centramos en los hechos y dejamos a un lado las emociones, mientras que en la segunda, la ejecutiva, enfocamos en lo que es necesario para realizar un trabajo dado, dejando a un lado las dudas, y concentrándonos en lograr el resultado deseado, algo que aumenta las probabilidades de éxito.
Un ejemplo de cambio de mentalidad deliberativa a ejecutiva lo encontramos en el vuelo 1549 de US Airways, que aterrizó sano y salvo en el río Hudson en enero de 2009, y salvó las vidas de las 155 personas que iban a bordo.
En los momentos posteriores a que el avión despegara y chocara con una bandada de gansos que provocó la avería de ambos motores, el capitán mantuvo una mentalidad deliberativa. Fría y sistemáticamente consideró sus alternativas, entre ellas el regreso a La Guardia o un aterrizaje de emergencia en el aeropuerto de Teterboro de Nueva Jersey. Ni lo uno ni lo otro era posible. El avión había perdido toda su potencia y no podría alcanzar ninguno de los aeropuertos.
En cuanto el capitán decidió que la mejor (y única) medida era un aterrizaje de emergencia sobre el río Hudson, toda su atención pasó a la forma de conseguirlo (mentalidad ejecutiva). A tal fin, tuvo que hacer acopio de una actitud mental positiva para que ese aterrizaje fuera ejecutado a la perfección.
La mentalidad deliberativa tiene que ver con la amplitud de miras y la decisión de lo que debería hacerse; la ejecutiva, con la parcialidad y la consecución de nuestras metas. Pero lo más importante es la capacidad para moverse de una a otra, que es precisamente una de las características de la práctica deliberada. Por consiguiente, el grado de optimismo también depende de la fase de realización de una tarea. Es mejor subirlo y bajarlo, acentuando un alto grado de confianza y optimismo durante el periodo de ejecución, y dejándolo de lado para aprender de la reacción y encontrar formas de mejorar.
Sin embargo, la práctica deliberada no es la panacea, porque cada día hay más pruebas de que el talento, que no se adquiere mediante la práctica, importa, y mucho, como demuestran los cuestionarios de inteligencia a niños pequeños. En segundo lugar, es tentador elegir ejemplos a posteriori, echar la vista atrás y afirmar que la práctica exhaustiva es lo que conduce al éxito. Así, por ejemplo, Malcom Gladwell utilizaba en su libro Fueras de serie el ejemplo de los Beatles para ilustrar el valor de las muchas horas de práctica tocando música de madrugada en los clubes de Hamburgo y Liverpool. Pero este argumento ignora las legiones de personas que también practicaron diligentemente, pero que no encontraron el mismo éxito.
Y lo más importante, la práctica deliberada se adecua muy bien a algunas actividades, pero mucho menos a otras, sobre todo las prolongadas y de respuesta lenta, de orden simultáneo y rendimiento relativo.
En la empresa, las actividades rutinarias y que se producen con rapidez se ajustan muy bien al rigor de la práctica deliberada. Pensemos, por ejemplo, en los vendedores: cada una de las interacciones que tienen con los clientes los ayudan a mejorar y la práctica deliberada los puede ayudar a crecer en su profesión. En el ámbito de los procesos de fabricación también puede ser de utilidad. De hecho, es muy popular el sistema de gestión continua llamado Kaizen, que tiene mucho en común con la práctica deliberada: planifica, ejecuta, reacciona y verifica.
Pero otro tipo de tareas o decisiones, como la introducción de un nuevo producto o el establecimiento de una filial en el extranjero, no encajan dentro de la práctica deliberada, porque pueden pasar años hasta que sepamos si hemos acertado con una decisión o no. De hecho, cuanto más importante es la decisión, menos oportunidad hay de efectuar la práctica deliberada. El problema es que incluso psicólogos de la categoría de Anders Ericsson pasan por alto esta distinción crucial y llevan a la confusión a la gente. En 2007, en un artículo publicado en la Harvard Business Review, afirmaba que “la práctica deliberada se puede adaptar para alcanzar la pericia en la empresa y el liderazgo”.
Ericsson también recomendaba que los directivos y demás profesionales dedicasen un periodo de tiempo cada día a reflexionar sobre sus actos y sacar conclusiones. Dos horas al día, comentaba, equivalen a 700 o más al año, y eso es mucho dedicar a la práctica deliberada. Estoy completamente a favor de la reflexión y valoración; volver atrás para considerar las propias acciones y tratar de extraer conclusiones de la experiencia es una buena idea. Pero, cuando la retroalimentación es lenta e imprecisa, y cuando el rendimiento es relativo y no absoluto, nos encontramos en una esfera diferente en la que la práctica deliberada es mucho menos adecuada. El premio en estos casos es tomar esa decisión que hace falta acertadamente y tal vez prefiramos equivocarnos por exceso de prudencia y evitar errores con consecuencias devastadoras a largo plazo.
Esto nos lleva directamente a la cuestión del liderazgo, a esas decisiones que introducen una dimensión social. Y para entender las decisiones acertadas, tenemos que tener en cuenta qué es lo que caracteriza al papel del líder. En esencia, el concepto de liderazgo no es muy complejo: movilizar a las personas para conseguir un fin, guiar y estimular. Otra opinión en boga actualmente concibe el liderazgo como algo transaccional que induce a los seguidores a trascender su mezquino interés personal y a perseguir fines más elevados. A este respecto, un líder debe ser considerado genuino, sincero y digno de confianza.
En cualquier caso, como líderes tenemos que estimular a los demás, a veces infundiéndoles un grado de confianza que excede lo que pueda estar justificado por la experiencia pasada o las capacidades reales. En ese caso, ¿cómo reconciliamos la necesidad de estimular con la honradez, la transparencia y la autenticidad? Es fundamental que el líder nunca desfallezca, para que así consiga que las personas crean que pueden actuar a un nivel mayor. Valor, fuerza y sabiduría para darse cuenta de que el equipo puede ejercer el control e influir en los resultados, en eso consiste la responsabilidad de un líder.
En cuanto a la autenticidad, si pensamos en líderes como Steve Jobs, que convencieron una y otra vez a sus colegas de que podían hacer lo imposible y no verse limitados por el pensamiento convencional, vemos que hicieron lo que se espera de un líder en un sector con competencia intensa y donde la innovación permanente importa mucho. Pero ejemplos así nos obligan a contemplar con otros ojos la idea de la autenticidad, de ser genuino y fiel a uno mismo. En primer lugar, siempre podemos encontrar pruebas de autenticidad cuando alguien tiene éxito. Y si encontramos pruebas de autenticidad para cualquier líder con éxito, entonces el concepto pierde validez y acaba no significando nada.
Si un líder infunde un nivel de confianza que excede lo justificado objetivamente, ¿eso es autenticidad o engaño? Para resolver la cuestión, debemos empezar distinguiendo entre autenticidad y sinceridad. En los últimos decenios hemos hecho hincapié en la autenticidad, que para expertos como el sociólogo de Harvard Orlando Patterson es algo nefasto porque crea dudas en el interior de los individuos sensibles. Como pasamos el tiempo preocupándonos por nuestros numerosos sentimientos, a veces encontrados, en busca de los que son auténticos, dejamos de cumplir con nuestro deber. Es más, entre las personas, la búsqueda de autenticidad fomenta la desconfianza; en el seno de los grupos, el pensamiento grupal; y entre los grupos provoca políticas identitarias.
La responsabilidad última de un líder consiste en movilizar a los demás para que consigan un fin, y para ello es posible que a veces tenga que comunicar algo menos que toda la verdad. La sinceridad del líder debe tener un propósito más elevado, y puede que eso exija prescindir de la transparencia y la coherencia absolutas, entre otras cosas porque a medida que ascendemos en una organización las decisiones se vuelven cada vez más complejas y tardan más en producir resultados. Por tanto, la evaluación de un líder se torna cada vez más difícil.
Conscientes de esto, muchos líderes actúan con la vista puesta en la impresión que causarán e intentan ajustarse a lo que se considera una conducta eficaz, que básicamente es aparentar decisión. Sin embargo, perseverar en una línea de actuación simplemente porque creemos que la coherencia percibida es la conducta adecuada para que nos vean como triunfadores en el seno de una organización puede producir un resultado desastroso. Actuar con el ojo puesto en el comportamiento que se espera de nosotros no es decidir, sino decidir cómo decidir.
Partiendo de la distinción entre resultados en los que podemos influir y aquellos en los que no, rendimiento absoluto y relativo, decisiones que se prestan a una respuesta rápida y aquellas que no, y decisiones de individuos que actúan en solitario y las adoptadas por líderes, podemos estudiar la realidad de la mayoría de las decisiones empresariales. Pero antes de terminar, debemos analizar otro tema de actualidad, los modelos de decisión.
En los últimos años han surgido varios modelos de decisión, tantos que podríamos hablar de modelos por doquier producto de la suma de una inmensa cantidad de datos (big data) y unos algoritmos cada vez más sofisticados. La idea es que modelos tremendamente sencillos pueden conducir a tomar decisiones sorprendentemente precisas.
Estos modelos han demostrado una eficacia notable en campos que se suelen considerar competencia de los expertos. Por ejemplo, los politólogos Andrew Martin y Kevin Quinn elaboraron un modelo para predecir las decisiones del Tribunal Supremo de los Estados Unidos basándose únicamente en seis variables. Las universidades confían en modelos para evaluar las solicitudes de admisión, utilizando algoritmos que tienen en cuenta variables como la nota media del instituto, puntuaciones de pruebas, actividades extracurriculares, etc. Los bancos, por su parte, han refinado los cálculos previos que realizan antes de conceder un préstamo. Empresas como Palantir, en Palo Alto (California), analizan millones de transacciones de forma continuada para detectar el lavado de dinero y el fraude en las tarjetas de crédito.
Hay modelos predictivos de todas las clases y en todos los sectores, como el del economista de Princeton Orely Ashenfelter que elaboró un modelo para predecir la calidad de una añada de vino basándose en tres variables: la pluviometría invernal, las precipitaciones durante la vendimia y la temperatura media durante la temporada de cultivo.
Según el profesor de Derecho de Yale Ian Ayres, estos modelos funcionan muy bien (incluso el del vino, por cierto) porque evitan los prejuicios habituales. Entonces cabría preguntarse, ¿son los modelos de decisión la nueva forma de ser prudentes? Sí, al menos para algunas clases de decisiones.
En situaciones en las que no podemos hacer nada para influir en el resultado final de un evento, los modelos pueden ser tremendamente eficaces. Pensemos, por ejemplo, en modelos para detectar el lavado de dinero o el fraude fiscal. Si el modelo está bien construido es de suma utilidad, porque las transacciones económicas analizadas son un dato, no hay capacidad de influencia ninguna sobre ellos. Pero cuando sí podemos influir en los resultados, entonces las cosas cambian. Pensemos en las decisiones importantes que debe tomar el responsable de una empresa. En estos casos, la labor del líder es como la del director técnico de un equipo deportivo, reunir a un conjunto de personas que tengan un buen rendimiento sobre el terreno. Sobre esos aspectos existe un control, pero una vez que el equipo comienza el partido o el torneo, el director técnico o el entrenador pierden su poder y, por muy sofisticado que sea un modelo predictivo, jamás podrán acertar en el resultado.
En definitiva, no debemos confundir las predicciones con la influencia en los resultados. Para quien tiene que conseguir que se haga algo, los modelos son insuficientes. Pero no debemos llegar a la conclusión de que son inútiles. De hecho, los modelos sí pueden influir en los resultados de forma indirecta si la forma en que se comunican consigue modificar la conducta de alguien.
Imagina que trabajas en un banco que utiliza un modelo para revisar las solicitudes de préstamos. Tú no tienes ninguna influencia sobre la conducta del solicitante; no puedes controlar sus hábitos de consumo ni estar seguro de que ahorre lo suficiente para devolver el préstamo. Pero imagina que en lugar de rechazar sencillamente la solicitud (que es la recomendación que te ha dado el modelo), te reúnes con esa persona y le explicas las causas de tu preocupación. Tu conversación podría provocar que él modificara su conducta, quizá elaborando un presupuesto mensual o quizá pidiendo a su jefe que hiciera una deducción automática de su sueldo para pagar una parte del préstamo. Vemos claramente que el modelo, aunque destinado a predecir un acontecimiento sobre el que no se puede influir directamente, ha sido útil al proporcionarte una herramienta para influir indirectamente en el comportamiento futuro del cliente. Algunos llamarán a esto manipulación (como cuando los políticos lanzan encuestas “cocinadas” para influir en los resultados finales de unas elecciones), pero utilizado con honestidad puede ser un ingrediente más en la toma de decisiones eficaz.