En 1953, James Olds y Peter Milner, dos jóvenes científicos de la Universidad McGill de Montreal, intentaban entender la desconcertante conducta de una rata. Los científicos le habían implantado un electrodo en el mesencéfalo y le daban descargas eléctricas con él. Estaban intentando activar una región cerebral descubierta por otros científicos que les producía a las ratas una respuesta de miedo. Según los informes científicos anteriores, las ratas de laboratorio odiaban tanto las descargas que evitaban todo cuanto asociaban con el momento de la estimulación cerebral. La rata de Olds y Milner, en cambio, volvía al rincón de la jaula donde le habían dado la descarga. Es como si esperara ilusionada recibir otra.
¿Se habían equivocado los otros científicos sobre los efectos de estimular esa región del mesencéfalo en las ratas? ¿O les había tocado una rata masoquista? En realidad, Olds, que se había formado como psicólogo social y no como neurocientífico, se había equivocado de zona al implantar el electrodo. Habían descubierto por error una región del cerebro que parecía generar un increíble placer cuando se estimulaba. Olds y Milner llamaron a su descubrimiento el centro del placer del cerebro.
En cuanto Olds y Milner descubrieron el centro del “placer” del cerebro de la rata, se pusieron a trabajar para demostrar la euforia que sentía el roedor cuando le estimulaban esta región cerebral. Primero la tuvieron en ayunas durante veinticuatro horas y luego la colocaron en medio de un corto túnel con comida en ambos extremos. Normalmente la rata, muerta de hambre, habría ido corriendo hasta un extremo para comerse ávidamente el pienso. Pero si le daban una descarga antes de llegar a la comida, se paraba en seco y se quedaba quieta. Prefería esperar otra posible descarga antes que la recompensa garantizada de comida.
Incluso se torturaban a sí mismas para llegar al lugar de la estimulación cerebral. Olds colocó las palancas en los extremos opuestos de una rejilla electrificada y las modificó para que las ratas solo recibieran una descarga cada vez de cada palanca. Los roedores iban y venían por la rejilla hasta quemarse tanto las patas que no podían seguir. Olds se convenció más si cabe de que lo único que podía provocar esta conducta era gozo.
Al poco tiempo, un psiquiatra creyó que sería buena idea probar este experimento en seres humanos. Robert Heath, de la Universidad Tulane, implantó electrodos en el cerebro de sus pacientes y les dio un aparatito con el que podían estimularse el centro del placer recién descubierto. Lo más asombroso es que los pacientes de Heath se comportaron de una manera muy parecida a las ratas de Olds y Milner. Cuando les permitieron estimularse con descargas eléctricas a su antojo, lo hicieron unas 40 veces por minuto. Al llevarles una bandeja con comida en el descanso, los pacientes —que admitieron estar hambrientos—, no quisieron dejar de estimularse para comer. De algún modo, estos resultados convencieron a Heath de que la autoestimulación del cerebro era una técnica terapéutica viable para tratar una gran variedad de trastornos mentales (¡como parecía gustarles tanto!), y decidió que sería una buena idea dejar los electrodos en el cerebro de sus pacientes y darles un pequeño autoestimulador portátil que llevarían colgado del cinturón para que lo usaran siempre que quisiesen.
En este punto debemos considerar el contexto de esta investigación. El conductismo era en aquella época el paradigma científico imperante. Los conductistas creían que lo único que valía la pena evaluar —en animales o humanos— era la conducta. ¿Y los pensamientos? ¿Y los sentimientos? Sería una pérdida de tiempo. Si un observador objetivo no podía verlos, no pertenecían a la ciencia, por lo tanto no eran importantes. Quizá por esta razón los primeros informes de las investigaciones de Heath carecen de cualquier información detallada de primera mano sobre lo que sus pacientes sentían al estimularse. Heath, como Olds y Milner, supuso que, como estos individuos se estaban autoestimulando continuamente e ignorando la comida para darse descargas eléctricas, estaban siendo “recompensados” con un extraordinario placer. Y es cierto que los pacientes dijeron que las descargas eléctricas eran placenteras. Pero este índice de autoestimulación casi constante, combinado con la ansiedad de pensar que les podían cortar la corriente, sugería que no era una auténtica satisfacción lo que sentían, sino otra cosa.
¿Y si las ratas de Olds y Milner no se hubieran estado estimulando hasta desfallecer porque se sintiesen tan bien que no quisieran parar? ¿Y si la región del cerebro que se estimulaban no recompensase con un profundo placer, sino que hubiera estado simplemente prometiendo la experiencia de placer? ¿Es posible que las ratas se hubieran estimulado porque su cerebro les estuviera diciendo que, si presionaban la palanca una vez más, algo maravilloso les iba a suceder?
Hoy sabemos que Olds y Milner no habían descubierto el centro del placer, sino lo que los neurocientíficos llaman ahora el sistema de recompensa. El área que estaban estimulando formaba parte del sistema motivacional más primitivo del cerebro, aquel que había evolucionado para empujarnos a la acción y al consumo. Por eso la primera rata de Olds y Milner siguió rondando por el rincón de la jaula donde la habían estimulado por primera vez, y las ratas estaban dispuestas a olvidarse de la comida y electrocutarse las patas con tal de recibir otra descarga eléctrica. Cada vez que se activaba la región, el cerebro de la rata le decía: “¡Hazlo de nuevo! ¡Esta vez te sentirás de maravilla!”. Cada estimulación animaba a las ratas a buscar más estimulación, pero la estimulación en sí misma nunca les producía satisfacción.
Como podemos intuir, este sistema no solo se puede activar con electrodos implantados en el cerebro. Nuestro mundo está lleno de estímulos —desde los menús de restaurantes y los boletos de lotería, hasta los anuncios televisivos— que pueden convertirnos en la versión humana de la rata de Olds y Milner persiguiendo la felicidad prometida. Cuando esto ocurre, el cerebro se obsesiona con “quiero”, y le cuesta mucho más decir “no lo haré”.
La neurobiología del “quiero”. ¿Cómo nos impele a actuar el sistema de recompensa? Cuando el cerebro reconoce una oportunidad de recompensa, secreta un neurotransmisor llamado dopamina. La dopamina le dice al resto del cerebro en qué debe fijarse y dónde debe poner nuestras codiciosas manitas. Pero un subidón de dopamina no crea felicidad por sí misma; la sensación es más bien la de una gran excitación. Nos sentimos alerta, despiertos y cautivados. Reconocemos la posibilidad de sentirnos de maravilla y estamos dispuestos a esforzarnos para lograrlo.
En los últimos años, los neurocientíficos le han puesto muchos nombres al efecto producido por la liberación de dopamina, como búsqueda, necesidad, ansias y deseo. Pero lo que está claro es que no se trata de la experiencia de agrado, satisfacción, placer o recompensa. Los estudios revelan que, aunque a una rata se le destruya el sistema de dopamina del cerebro, sigue haciendo una mueca de satisfacción cuando se le da azúcar. Lo que no hará es esforzarse en conseguirlo. Disfruta de él, pero no lo desea antes de obtenerlo.
En 2001, Brian Knutson, un neurocientífico de Stanford, publicó un experimento decisivo que demostraba el papel de la dopamina al anticipar, en lugar de experimentar, una recompensa. Sacó su método de un famoso estudio de psicología conductista: el condicionamiento clásico de los perros de Ivan Pavlov. En 1927, Pavlov observó que cuando hacía sonar una campanilla antes de darles de comer, los perros salivaban en cuanto la oían, aunque no vieran aún la comida. Habían aprendido a asociar el tintineo de la campanilla con la cena prometida. Knutson tuvo el presentimiento de que el cerebro también saliva a su propia manera cuando espera una recompensa y que, en esencia, esta respuesta del cerebro no es la misma que cuando recibe la recompensa.
En su estudio, Knutson observó el cerebro de los participantes en un escáner tras haberlos condicionado a esperar la oportunidad de ganar dinero cuando viesen aparecer en la pantalla un símbolo en concreto. Para ganar la recompensa del dinero, debían pulsar un botón. En cuanto aparecía el símbolo, el centro del cerebro que libera dopamina se activaba y los participantes pulsaban el botón para recibir la recompensa. Pero una vez ganado el dinero, esta región del cerebro se desactivaba. El placer de ganar se registraba en distintas regiones del cerebro. Knutson había demostrado que la dopamina es para la acción y no para la felicidad. La promesa de recompensa garantizaba que el individuo no se perdiera la recompensa al no actuar. Lo que sentían cuando el sistema de recompensa se activaba no era placer, sino anticipación.
Cualquier cosa que creamos que nos va a hacer sentir bien, activa el sistema de recompensa: la imagen de una comida tentadora, el aroma del café recién hecho, el signo de “–50 %” en el aparador de una tienda, la sonrisa de una persona desconocida muy sexy, el publirreportaje que promete hacerte rico. La oleada de dopamina te señala ese nuevo objeto de deseo como algo vital para sobrevivir. Cuando la dopamina hace que te llame la atención, la mente se obsesiona por conseguir o repetir cualquier cosa que la haya activado. Es la trampa de la naturaleza para asegurarse de que no vayas a morirte de hambre por no molestarte en coger ni una baya, y de que la raza humana no se extinga porque seducir a una posible pareja parezca darte demasiado trabajo. A la evolución no le importa lo más mínimo nuestra felicidad, pero usa la promesa de alcanzarla para que sigamos esforzándonos para mantenernos vivos. La promesa de la felicidad —y no la experiencia directa de felicidad— es la estrategia del cerebro para que sigas cazando, recolectando, trabajando y cortejando.
Naturalmente, como ocurre con muchos de nuestros instintos primitivos, ahora nos encontramos en un entorno muy distinto de aquel en el que el cerebro humano evolucionó. Por ejemplo, el subidón de dopamina que sentimos siempre que vemos, olemos o saboreamos un alimento rico en grasas y azúcares. La liberación de dopamina garantiza que queramos atiborrarnos de comida hasta reventar. Sería un instinto muy importante si viviéramos en un lugar donde la comida escaseara. Pero cuando vivimos en un mundo donde la comida, además de estar al alcance de cualquiera, está elaborada para maximizar nuestra respuesta de dopamina, ceder a cualquier oleada de dopamina es una receta para la obesidad en lugar de la longevidad.
O considera los efectos de las imágenes gráficas sexuales en nuestro sistema de recompensa. A lo largo de la historia humana, durante muchos años no se pudo ver a ninguna persona desnuda que estuviera posando seductoramente, a no ser que la oportunidad para copular con ella fuera real. Por supuesto que si querías que tu ADN se mantuviera en la reserva genética, debías estar al menos un poco motivado a actuar en este escenario. Pero si avanzamos rápidamente varios miles de años, nos descubrimos en un mundo donde la pornografía está siempre disponible en Internet y donde en los anuncios y entretenimientos aparecen continuamente imágenes sexuales. El instinto de perseguir cualquiera de estas “oportunidades” sexuales es lo que hace que la gente acabe siendo adicta a páginas web aptas solo para adultos, y víctima de campañas publicitarias que se valen del sexo para vendernos cualquier cosa, desde desodorante hasta tejanos de marca.
Cuando a este primitivo sistema de motivación le añadimos la gratificación instantánea de la tecnología moderna, desembocamos en mecanismos liberadores de dopamina imposibles de frenar. Como sabemos que quizá tengamos un mensaje de correo electrónico o que en YouTube habrá un vídeo nuevo que nos hará partir de risa, seguimos dándole a las teclas una y otra vez, pinchando en el siguiente enlace y consultando nuestros aparatos electrónicos compulsivamente. Es como si los móviles, las BlackBerrys y los portátiles tuvieran una línea directa con nuestro cerebro y nos dieran constantemente dosis de dopamina. Hay muy pocas cosas con las que soñar, fumar o inyectarse que sean tan adictivas para el cerebro como la tecnología. Por eso somos esclavos de nuestros artilugios electrónicos y, por más que los usemos, siempre volvemos a ellos en busca de más emociones. El tiempo que pasamos navegando en Internet es una metáfora perfecta de la promesa de recompensa: buscamos y buscamos. Y buscamos un poco más, haciendo clic con el ratón como... bueno, como una rata enjaulada esperando otra “descarga”, buscando la escurridiza recompensa que por fin nos satisfaga lo suficiente.
Los móviles, Internet y otros medios de comunicación sociales han explotado accidentalmente nuestro sistema de recompensa, pero los diseñadores de ordenadores y videojuegos lo manipulan a propósito para que los jugadores se enganchen. La promesa de pasar al siguiente nivel o de alcanzar la gran victoria en cualquier momento es lo que convierte a los juegos en tan cautivadores. También es lo que hace que nos cueste dejarlos.
Tal vez la evidencia más asombrosa del papel de la dopamina en las adicciones procede de los pacientes que siguen un tratamiento para la enfermedad de Parkinson, un trastorno neurodegenerativo muy común causado por la pérdida de las células cerebrales que producen dopamina. Los principales síntomas reflejan el papel de la dopamina al motivarnos a actuar: movimientos lentos o temblorosos, depresión y, en algunos casos, una catatonia absoluta. El tratamiento más corriente para la enfermedad es una combinación de dos fármacos: la L-dopa, que ayuda al cerebro a producir dopamina, y un agonista dopaminérgico, que estimula a los receptores de dopamina del cerebro a que imiten la acción de la dopamina. Cuando los pacientes empiezan a tratarse con estos fármacos, su cerebro se inunda de mucha más dopamina de la que disponía desde hacía mucho tiempo. Aunque este tratamiento elimine los principales síntomas de la enfermedad, también genera nuevos e inesperados problemas.
Las publicaciones médicas están llenas de estudios documentados sobre los efectos secundarios no buscados de estos medicamentos. Como el de un hombre de 49 años que de pronto se descubrió con lo que su mujer llamó “un excesivo deseo de sexo” que la obligó a llamar a la policía para que la dejara en paz. Todos estos casos se resolvieron por completo al retirarles a los pacientes el medicamento que aumentaba la dopamina.
Si bien estos casos son extremos, no se diferencian de lo que le ocurre a tu cerebro cuando te enganchas a algo por la promesa de recompensa. El medicamento que los enfermos de Parkinson tomaban exageraba el efecto natural que todas estas cosas (comida, sexo, alcohol, el juego, trabajo) producen en el sistema de recompensa. Estos placeres nos atraen pero, a menudo, a costa de nuestro propio bienestar. Cuando la dopamina hace que nuestro cerebro se ponga a buscar una recompensa, sale nuestra parte más arriesgada, impulsiva y descontrolada.
Y lo más importante es que, aunque la recompensa nunca llegue, la promesa de alcanzarla —combinada con la creciente sensación de ansiedad al pensar en perderla— es suficiente para mantenernos enganchados. Si eres una rata de laboratorio, sigues presionando la palanquita una y otra vez hasta desplomarte o morirte de hambre. Si eres un ser humano, te deja en el mejor de los casos con la cartera más liviana y la barriga más llena, y en el peor, cayendo en una espiral de obsesiones y compulsiones.