Hemos visto que el cerebro, en concreto el sistema inconsciente, intenta echarnos una mano en un mundo complejo, pero a veces sus esfuerzos por simplificar las cosas pueden ser estrategias estúpidas en lo concerniente a tomar decisiones que nos hagan más felices.
Cuando atiendes a lo que crees que te hará feliz en el futuro, estás haciendo predicciones sobre cómo será el proceso de producción: a qué objeto prestarás atención, de qué manera y durante cuánto tiempo. Si se trata de buscar la forma de ser más felices, hemos de conocer los obstáculos atencionales que nos encontraremos. A continuación, abordaremos lo que en mi opinión son los tres principales problemas atencionales: deseos equivocados, proyecciones equivocadas y creencias equivocadas. Veámoslos por orden.
DESEOS EQUIVOCADOS
Cuidado con lo que deseas. Hay que estar especialmente alerta al hecho de que un deseo de logro (conseguir algo) puede ayudar a alcanzar un reducido conjunto de objetivos, pero a expensas del más importante: la felicidad. Es bueno estar motivado para tener éxito en el trabajo, pero no a costa de la salud y las relaciones personales. A veces estamos tan absortos en las cosas que el logro de un objetivo es lo único que importa. Algunas personas hacen sacrificios extremos para alcanzar sus fines, como los escaladores que han muerto en el Everest porque están obsesionados con llegar a la cima. En estos casos, la consecución de los objetivos tiene un precio demasiado elevado para la felicidad.
Debes estar atento a lo que sacrificas y también a cómo te beneficiarás de la satisfacción de tus ambiciones. Recuerda que la felicidad futura no compensa realmente el sufrimiento actual: la felicidad perdida ha huido para siempre. Por tanto, debes estar totalmente seguro de que cualquier sacrificio actual de felicidad que hagas para satisfacer alguna ambición valdrá realmente la pena a largo plazo.
Deseos “normales” para otros (pero, quizá, no para ti). En cuanto hemos aceptado que la experiencia de la felicidad (para ti y para los demás) es el árbitro definitivo de la pertinencia de lo que hacemos, podemos dejar de hacer evaluaciones morales basadas en ideas mal diseñadas sobre lo bueno y lo malo.
Me gusta leer y, como supongo que ya sabrás, leo montones de artículos académicos y ensayos. Sin embargo, cada vez hay más gente que me aconseja leer novelas. Supongamos que hago caso a la gente, le tomo gusto a la literatura y dedico tiempo a leer otras historias. He desarrollado una preferencia nueva que está siendo cumplidamente satisfecha, lo cual bastará para que muchos economistas y filósofos digan que estoy mejor, sobre todo porque seguramente entenderán que leer novelas es una opción que merece la pena.
Pero ¿y si leer novelas no me hace más feliz? Desarrollar una nueva preferencia, ahora satisfecha, no es algo importante en sí mismo. Solo estaré mejor si a mí o a los que me importan nos hace más felices que antes de empezar yo a leer.
PROYECCIONES EQUIVOCADAS
Solemos cometer errores sobre lo feliz que nos hará algo, incluso cuando estamos convencidos de que lo único posible es la felicidad. Cometemos errores sobre la felicidad futura cuando prestamos demasiada atención:
- a los efectos de un cambio;
- a las diferencias entre dos opciones;
- a sensaciones actuales;
- a instantáneas no representativas de experiencias pasadas.
Efectos de enfoque. Cuando piensas en el impacto —bueno o malo— de algo, básicamente estás preguntándote cuánto importa cuando le prestas atención, y por eso crees que es muy importante; en general mucho más que cuando lo experimentas realmente en tu vida, donde tu atención va de un lado a otro en vez de permanecer centrada en el asunto. Este es el efecto de enfoque en acción. Aquí la máxima sería: “Nada es tan importante como te parece que lo es en el momento de pensarlo”.
Si te preguntan cuánto placer te proporciona conducir un automóvil, empiezas a pensar en ello. Piensas en el coche propiamente dicho; y cuanto más bonito, más placer te causa pensar en conducirlo. No obstante, la experiencia real de conducir es muy diferente, y cuando lo haces casi nunca piensas en el automóvil, más bien estás concentrado en el idiota de delante, discutes con tu cónyuge o piensas en montones de cosas que no tienen nada que ver con el coche que conduces.
Adam Smith, padre fundador de la economía, reconocía la omnipresencia de los efectos de enfoque: “La gran fuente tanto de la desgracia como de los trastornos de la vida humana brota de la sobrevaloración de la diferencia entre una situación permanente y otra”. Crees que algo afectará mucho a tu felicidad porque estás centrando en ello tu atención.
Muchas opciones, una experiencia. El sesgo de distinción es la tendencia a considerar que dos opciones son más dispares cuando las evaluamos al mismo tiempo que cuando las evaluamos por separado. Así, cada vez que tomas una decisión —sobre qué helado comprar, qué empleo aceptar, etc.—, tiendes a fijarte en las diferencias entre las posibilidades en lugar de prestar atención al modo en que experimentarás realmente tu decisión final.
Pensemos en la decisión de si debemos comprar o no la casa que acabamos de ver. La decisión conlleva una evaluación conjunta de tu casa actual en comparación con la nueva. La nueva es más grande, así que adelante. Sin embargo, su mayor tamaño con respecto a tu casa actual pronto dejará de ser tan importante en cuanto te mudes (a menos que tus hijos no tengan cada uno su propio cuarto). El tamaño de cualquier casa es constante y no especialmente interesante desde el punto de vista de la atención. En tu experiencia de la casa nueva, es mucho más probable que te afecte el ruido nocturno exterior; un estímulo que seguirá captando tu atención de manera regular. Te adaptarás enseguida al espacio de dentro, pero no al alboroto de fuera.
Atención en las sensaciones. Comprar una casa es también un buen ejemplo de proyecciones equivocadas: a saber, nuestra propensión a permitir que el modo en que nos sentimos ahora afecte a cómo nos imaginamos sintiendo en el futuro. Como me gusta esta casa sin más, ¿por qué no va a gustarme vivir aquí? Sesgo de proyección es el nombre que los científicos conductuales dan al escenario en que utilizamos equivocadamente nuestras sensaciones actuales para proyectar el modo en que nos sentiremos en el futuro.
Al parecer, tus sensaciones presentes no explican las fluctuaciones de tus sensaciones futuras. Cuando te invitan a salir, ¿siempre dices que sí y luego te preguntas por qué te aburres tanto en las citas? ¿Un almuerzo con los amigos a una hora temprana del domingo suena bien el viernes por la noche, pero no tanto cuando estás cómodo en la cama el domingo por la mañana? ¿Acabas disfrutando de un paseo en bici por la tarde aunque te resulte difícil levantarte de delante de la tele? Muchas de tus decisiones llevan implícita la suposición de que llevarás a cuestas tus sentimientos actuales de placer y finalidad, o de sufrimiento y futilidad.
En términos generales, por tanto, somos propensos a equivocarnos en la predicción de nuestras sensaciones futuras.
Errores al recordar. No solo hacemos proyecciones equivocadas en el futuro, sino que también tendemos a recordar erróneamente la totalidad de una experiencia pasada. Tómate un segundo para recordar tus últimas vacaciones. ¿Te lo pasaste bien? ¿Las repetirías? Si eres como las demás personas, tus respuestas se explicarán mediante dos factores: el momento de placer o dolor máximos, y el momento final de placer o dolor, lo que conocemos como efecto de pico y final. Además, tu evaluación global de una experiencia ni siquiera presta mucha atención a lo que duró. Esto se conoce como negligencia de la duración.
Al margen de cuál sea tu centro concreto de atención, es improbable que recuerdes el pasado de manera que concuerde con los hechos. Esto significa que tus recuerdos imprecisos quizá te orienten hacia decisiones que no concuerdan con la futura maximización de tu felicidad y te alejen de la necesidad de establecer el equilibrio adecuado entre placer y propósito en tu vida. Debido a un momento horroroso quizá decidas dejar un empleo en el que la mayoría de tus experiencias han sido aceptables.
CREENCIAS EQUIVOCADAS
Con respecto a quiénes somos y cómo nos gustaría ser, también cometemos errores que a veces nos impiden ser más felices. A menudo, nos equivocamos sobre:
- la clase de personas que somos y por qué hacemos lo que hacemos;
- las expectativas que tenemos;
- las ventajas de aceptarnos como somos.
Falsa ilusión. Somos bastante obstinados acerca de lo que creemos cierto, por lo que nos resulta difícil cambiar de opinión. A ver, ¿cuántas veces, en los últimos años, has cambiado realmente de opinión sobre algo importante? No muchas, me parece. Creemos tener buenas y lógicas razones para nuestras creencias, pero en realidad estas suelen ir primero, y luego buscamos razones que las respalden. Si basáramos realmente las creencias en pruebas, cambiaríamos de opinión mucho más a menudo, a medida que dispusiéramos de pruebas más concluyentes. En cambio, buscamos información y datos que refuercen lo que creemos y pasamos por alto la información que no interesa. Es lo que se conoce como sesgo de confirmación.
Tengo un ejemplo pertinente en mi caso: los críticos de artículos de revistas académicas son más susceptibles de publicar reseñas que se ajusten a su propia perspectiva teórica. Si los datos no encajan del todo en lo que consideramos cierto, los rechazamos o buscamos la manera de explicar que se corresponderían con nuestras ideas si se hubieran reunido o interpretado “como es debido”.
De un modo similar, si se da una discrepancia entre nuestras creencias y nuestra conducta, intentaremos encontrar una explicación convincente. Si crees ser un buen cocinero y preparas una cena poco lograda, acaso lo atribuyas a la mala calidad de los ingredientes o al horno que no funciona. Mientras puedas sacudirte de encima la responsabilidad de tu conducta —trasladándola al contexto, otras personas, etc.—, seguirás considerándote un buen cocinero. Así, puedes mantener una creencia sobre ti mismo que esté continuamente enfrentada con tu conducta. Cada cena fallida tiene una explicación.
La tendencia a atribuir nuestra conducta al contexto o a echar la culpa a los demás choca directamente con el modo en que tendemos a juzgar las acciones de los otros. Si se trata de ellos, es mucho más probable que achaquemos la comida fallida a su incompetencia como cocineros más que a otras causas. Es lo que se denomina error fundamental de atribución. Cuando explicamos el comportamiento de los demás, sobrevaloramos el efecto de su temperamento subyacente y subestimamos el efecto del contexto. Se trata de un concepto fundamental en los estudios psicológicos; se han publicado miles de artículos sobre el tema, muchos de ellos sobre las repercusiones del modo de juzgar a los que son diferentes de nosotros.
En cualquier caso, todo es relativo, y todavía no acabamos de valorar en qué medida estamos influidos por el contexto. Nos engañamos a nosotros mismos pensando que tomamos decisiones impulsados por el sistema consciente y pasamos por alto la influencia del sistema inconsciente. No es de extrañar, toda vez que no tenemos acceso consciente a los catalizadores automáticos e inconscientes de la conducta. Sin embargo, sí tenemos acceso a las conductas propiamente dichas. Así pues, podemos entender cómo actuamos previamente en una situación determinada, lo cual será una buena guía para saber cómo proceder la próxima vez en esa situación —y una guía mucho mejor que cualquier intención de comportarnos de manera distinta—. De hecho, las intenciones explican, a lo sumo, aproximadamente una cuarta parte de los cambios en las conductas ligadas a la salud, como el ejercicio físico, y las otras tres cuartas partes se explican mediante factores asociados a contextos específicos que provocan una acción (como si tienes una bonita zona al aire libre para hacer ejercicios o un gimnasio en la oficina).
Las creencias equivocadas sobre nuestra inmunidad al contexto pueden crearnos problemas serios. Por mucho que a algunos nos gustaría pensar de otro modo, la mayoría de los hombres, y también bastantes mujeres, engañarían a su pareja en el contexto “adecuado”: por ejemplo, una noche de borrachera con amigos atractivos que acaba en su piso. Si te consideras inmune al contexto, tienes muchas más posibilidades de “encontrarte” en estas situaciones en las que simplemente no eres capaz de resistirte. Solo reconociendo el papel del contexto, y en la medida en que no quieres engañar, puedes evitar situaciones que lo hagan más probable.
Aunque en realidad todos hemos de aprender a aceptar que somos criaturas del entorno, en un poco de autoengaño aún queda felicidad. Pocos somos tan buenos cocineros como creemos —o tan atractivos, inteligentes o divertidos—. Pero no pasa nada. ¿Quién quiere realmente que le digan la verdad? Incluso esto da por supuesto que ahí fuera hay de entrada una “verdad objetiva”, algo que casi nunca es así. Casi todas las cosas son relativas, incluidas las destrezas culinarias, que seguramente son fantásticas en comparación con las de mis hijos y patéticas si pensamos en Heston Blumenthal.
En todo caso, el grado en que podemos engañarnos a nosotros mismos tiene un límite, y a veces es difícil explicar la discordancia entre las creencias y la conducta, y la brecha puede hacernos desdichados. Cuando pasa esto, nos resulta más fácil cambiar lo que pensamos sobre una conducta concreta que cambiar la conducta en sí. De hecho, la ciencia conductual nos ha enseñado que la conducta impulsa las actitudes tanto como a la inversa, o incluso más. Por ejemplo, si no estamos satisfechos con el trabajo o con la vida social que llevamos, a menudo nos limitamos a considerarlos menos importantes que otros aspectos de la vida con los que nos sentimos más satisfechos.
Está comprobado que te sientes incómodo cuando hay una discrepancia entre lo que piensas y lo que haces, lo que se conoce como disonancia cognitiva. En estas circunstancias, es mucho más sencillo adecuar las actitudes a la conducta que al revés. La teoría de la disonancia cognitiva fue creada en la década de 1950 por Leon Festinger, psicólogo social que llevó a cabo un experimento clásico en el que se pedía a los participantes que giraran fichas en una bandeja, una tarea muy aburrida. A continuación, se decía a los participantes que convencieran a otras personas para que hicieran la misma tarea, por la que se les pagaría o un dólar o veinte dólares. Los que cobraban menos disfrutaban más con la actividad que los que cobraban más. ¿Por qué? Bueno, recibir veinte dólares daba a los participantes una buena razón para hacer aquello: “Lo hice por dinero”. Si solo se cobraba un dólar, hacía falta una justificación distinta para ajustar las actitudes a la conducta: “No lo hice por dinero, sino por placer”.
La disonancia cognitiva es omnipresente. Explica por qué a los niños les gustan menos ciertos juguetes después de jugar con otros, por qué los apostadores en un hipódromo creen que su caballo tiene más probabilidades de ganar después de haber hecho la apuesta que antes de hacerla, o por qué las personas que han sido infieles a su pareja son propensas a quitarle importancia a sus aventuras.
Los relatos para explicar la conducta pueden tener consecuencias peligrosas, como en el caso de las mujeres víctimas de malos tratos que siguen con maltratadores porque los “quieren”. Las decisiones sobre las relaciones, como las demás decisiones en la vida, deberían basarse en sus consecuencias para las experiencias de placer y propósito a lo largo del tiempo, no en los relatos que las rodean.
También podemos valernos de la disonancia cognitiva para explicar suposiciones sobre el equilibrio óptimo entre placer y propósito. Mis amigos Mig y Lisa se dicen a sí mismos que el placer y el propósito son, respectivamente, lo único que importa, porque de este modo sus creencias concuerdan con su conducta actual. Como el estado de disonancia cognitiva es desagradable, usan ese medio para proteger su felicidad. No obstante, tanto uno como otro podrían ser más felices si ajustaran las actividades de su vida y los objetos de su atención a fin de lograr un mejor equilibrio entre placer y propósito.
Esperar demasiado. Para ser feliz es mejor tener expectativas moderadas. Ya sabemos qué pasa con las noches de fiesta en la ciudad: las mejores suelen ser las no planificadas. Al final, la expectativa de ser muy feliz es seguramente un método infalible para no serlo.
Las expectativas moderadas también te permitirán evitar el síndrome de las falsas esperanzas, en virtud del cual nos mantenemos apegados a expectativas disparatadas que superan con creces el punto en el que debíamos haberlas refrenado. Las falsas esperanzas surgen del optimismo, pero las expectativas moderadas no tienen por qué ser incompatibles con el talante optimista. Las investigaciones sobre el optimismo nos enseñan que hemos de esperar lo mejor y tener un plan de emergencia para lo peor. Cuando nos enfrentamos a un futuro incierto, las gafas de color de rosa del optimismo nos serán de utilidad siempre y cuando nos las quitemos de vez en cuando para tomar una dosis de realismo. Aunque es difícil determinar si las expectativas son sensatas o no, al menos debes experimentar placer y propósito mientras avanzas hacia el objetivo que te hayas propuesto.
Otras veces, sin embargo, nos esforzamos mucho por lograr que nuestra conducta se parezca más a la de la persona que queremos ser. La autosuperación es importante, pero debe contribuir a tu felicidad. Si una ambición no va a hacerte más feliz —ni a ti ni a quienes te importan—, entonces no tiene sentido esforzarse por ser otro. Has de plantearte detenidamente tus razones para el yo ideal que construyes, y luego seleccionar objetivos y aspiraciones que sean sensatos y propicios para tu felicidad.
Aceptar demasiado poco. Hagas lo que hagas, no seas demasiado duro contigo mismo, pues en realidad forzarte a ser diferente casi nunca funciona.
Por lo general, hemos de aprender a aceptar mucho más de nosotros, e integrar así las evaluaciones con las experiencias reales. Se considera que el rechazo, la no aceptación, es una interiorización de sensaciones de vergüenza, lo que a continuación se traduce en un amplio abanico de emociones negativas que dificultan el cambio de conducta. Si ignoras el hecho de ser un cocinero malísimo, solo conseguirás echar a tus invitados y te quedarás pensando por qué nunca nadie acepta tu invitación a cenar. Un cambio efectivo de conducta solo puede producirse realmente si primero aceptas lo que haces. Si reconoces ser un cocinero pésimo, quizá te sientas motivado para recibir algunas lecciones. Y aunque no lo hagas, aceptar que eres una criatura imperfecta, falible y mortal significará que te sientes más a gusto en tu propio pellejo.
Separar el grano de la paja de tu yo ideal —saber qué ideales tener y cuáles dejar a un lado— es un verdadero reto. En última instancia, has de tener en cuenta las diversas maneras en que los pensamientos sobre ti mismo son útiles o contraproducentes en tu búsqueda de la felicidad.
Por lo visto, está en la naturaleza humana lo de dedicar demasiado tiempo a pensar en la gente que nos ha hecho daño cuando deberíamos prestar un poco más de atención al daño que nos hacemos nosotros mismos. Si crees que un amigo tuyo se ha portado mal contigo, mejor que hagas una pausa y te preguntes por qué se lo has permitido. De hecho, antes que nada, quizá mejor plantearse si se ha portado mal realmente. Nadie es perfecto, y para ser feliz en una relación, puedes o bien aceptar a la otra persona, con defectos y todo, o bien marcharte. Vives contigo mismo para siempre, desde luego, lo cual significa aceptarte con tus imperfecciones y tu capacidad para cambiar.
Es importante no esforzarse en exceso para ser feliz. Creo que esto puede contribuir a explicar por qué yo (y aquí hablo exclusivamente por mí) detesto tomar parte en “la felicidad organizada”. Aborrezco con vehemencia los juegos de pub de preguntas y respuestas o los karaokes. Tampoco soy un gran fan de las fiestas de boda y de cumpleaños. Se supone que todos estos acontecimientos son placenteros, pero a veces la presión por pasarlo bien puede echar a perder la experiencia. Así que no pienses demasiado en ello.
Además, si piensas demasiado en ser más feliz y no te sientes más feliz, seguramente lo serás menos al sentirte frustrado contigo mismo (como seguramente me sentiría yo si intentara entretener al público destrozando clásicos del rock en un karaoke). Algunos de los libros más influyentes sobre la felicidad se centran mucho en cómo imaginarte feliz, adoptar un enfoque positivo, etc. y puedes muy bien ser alguien que quiera adoptar un enfoque positivo. Sin embargo, imagina que dedicas esfuerzo a pensar de manera positiva, y esto no funciona de inmediato: entonces se da una incongruencia incluso mayor entre la persona que eres y la que quieres ser, lo que te amarga todavía más.
De hecho, dada nuestra propensión a cometer errores con respecto a nuestra felicidad, y dado el importante papel de la atención inconsciente, quizá deberíamos plantearnos en serio lo de no pensar demasiado.