Eleanor y yo estábamos visitando a unos amigos un sábado cuando su hija de nueve años, Dana, llegó a casa. Estaba el borde del llanto, apenas podía contenerse.
—Cariño —dijo su madre—, ¿qué ha ocurrido en la competición de natación?
—Me han descalificado —repuso.
Había nadado muy bien en la carrera, pero se había tirado a la piscina una fracción de segundo antes de que sonara el disparo: una salida en falso.
Estábamos en el vestíbulo de su casa, y ella se sentó en el escalón inferior, con la mochila aún en la espalda, mirando al vacío, inexpresiva.
—Cielo —susurró su padre—, hay muchas más competiciones esta temporada. Tendrás más oportunidades para ganar.
—Ya verás, el entrenador te ayudará a practicar las salidas antes de la siguiente competición —continuó su madre—, y sabrás exactamente cuándo saltar para no perder ni un segundo y tampoco quedar descalificada. Aprenderás a hacerlo.
Pero nada de lo que decíamos parecía mejorar la situación. Nada cambió su mirada inexpresiva. Nada funcionaba.
Entonces, apareció su abuela Mimi. Le pasó el brazo por encima del hombro y guardó silencio. Al final, la niña apoyó la cabeza en el hombro de su abuela. Después de un rato de silencio, Mimi le besó la cabeza y dijo: “Sé lo mucho que te esfuerzas con esto, cariño. Es triste que te descalifiquen”.
En ese momento, Dana rompió a llorar. Su abuela siguió allí durante varios minutos, rodeándola con el brazo, en silencio.
Y yo pensé: “Todos, ejecutivos y directores de equipo, deberían ver esto”.
Excepto Mimi, ninguno de nosotros supo ver qué necesitaba Dana. Intentamos que se sintiera mejor mostrándole las ventajas del fracaso, poniendo el error en contexto, enseñándole cómo podía sacar una lección de ello y motivándola para que se esforzara más y lo hiciera mejor de forma que no le volviera a ocurrir.
Pero no necesitaba nada de esto. Ya lo sabía. Y si no lo sabía, ya lo comprendería por ella misma. ¿Qué era lo que necesitaba, lo que no se podía dar a sí misma, lo que Mimi entendió y satisfizo?
La empatía.
Normalmente, cuando alguien fracasa, lo culpamos. O tratamos de enseñarle algo, de hacerle sentir mejor. Lo que, paradójicamente, le hace sentir peor. También incita una actitud defensiva, como un acto de autoconservación. (Si no estoy bien después de un fracaso, me las arreglaré para explicármelo de tal forma que no sea mi fracaso).
Nuestras intenciones son buenas. Queremos que esa persona se sienta mejor, que no repita sus errores. Queremos proteger nuestros equipos y organizaciones. Pero el aprendizaje —poder evitar fracasos futuros— solo llega cuando pueden sentirse mejor consigo mismos después de fracasar. Y este sentimiento lo obtienen con la empatía.
Por suerte, expresar empatía es bastante sencillo. Cuando alguien comete un error o se descarrila, solo tienes que escucharle. No le interrumpas, no le des consejos, no le digas que todo se arreglará. Y no temas quedarte en silencio. Limítate a escuchar. Eso es todo.