Liderazgo Zero

Resumen del libro

Liderazgo Zero

Por: Iñaki Piñuel

Por qué es necesario sustituir el modelo de liderazgo imperante en la sociedad por uno nuevo basado en la ética
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Introducción

Nuestra desenfrenada carrera por el éxito empieza cada vez más pronto, pues cada vez es más precoz el afán que la sociedad nos impone por destacar, por ser únicos y diferentes. A su corta edad, María Isabel López, la niña ganadora del Festival Eurojunior de la Canción, sintetizó acertadamente el metaprograma narcisista reinante en el estribillo de su flamenco rap, en el que repetía “antes muerta que sencilla”.
Desde muy pequeños nos encontramos en competencia continua con los demás, y así como utilizamos las calificaciones académicas para incentivar esta rivalidad desde la escuela, así también hemos adoptado diversos escalafones de éxito para compararnos y ordenarnos en todos los ámbitos sociales. El mecanismo imperante es “yo gano – tú pierdes”, o “yo pierdo – tú ganas”; juegos de suma cero en donde el éxito ajeno significa mi fracaso y, por lo tanto, siempre habrá celos, rivalidad y envidias, todos ellos generadores de la mayoría de los problemas organizativos y sociales del mundo actual.
Según narra el mito griego, Narciso se enamoró de su propio rostro reflejado en las aguas de un estanque, y tras intentar atrapar la imagen de aquel hermoso joven, sin darse cuenta de que se trataba de él mismo, cayó al estanque y murió ahogado. En nuestra sociedad narcisista repetimos con la misma ceguera su funesto destino: nuestra vanidad nos impide buscar en los demás algo diferente al reflejo de nosotros mismos. Ante la ausencia de valor interno, el narcisista busca el reconocimiento en los otros y en ellos no ve más que un espejo para contemplarse a sí mismo. Sin notarlo, el narcisista termina siendo esclavo de la aprobación ajena. Ya lo dijo Sartre: “el infierno son los otros”, un infierno tanto más profundo cuanto más negado.
Y al tiempo que queremos destacar y ser únicos, nos regimos por una tendencia mimética que nos lleva a imitar los deseos ajenos que, según René Girard, nos impide tener ideas propias, convirtiéndonos en seres de segunda mano en los que la autonomía no deja de ser una quimera. Así pues, en el desesperado intento por asemejarnos a los demás, a la vez que buscamos diferenciarnos e independizarnos para satisfacer nuestro narcisismo, se cifra la crisis social dominante en nuestra época.
En nuestra profunda inconsciencia de las fuerzas que rigen nuestro comportamiento, anhelamos llegar a la cumbre del éxito social y nos creemos inmunes a los efectos del poder: ni siquiera notamos que su influjo está presente en todas nuestras acciones y que cuando intentamos apropiarnos de los deseos ajenos, o cuando impedimos que otros compartan nuestros anhelos o nuestros bienes, estamos poniendo nuestras fuerzas al servicio de una espiral creciente de violencia. El auténtico liderazgo exige una conciencia plena de nuestros comportamientos y, en última instancia, supone un tipo de conversión personal que implica la renuncia al ejercicio del poder.

La teoría mimética

La teoría mimética de René Girard, historiador y filósofo francés, establece que el deseo humano es esencialmente mímesis o imitación: es decir, que nuestros deseos se configuran gracias a los deseos de los demás, lo cual genera un proceso de antagonismo recíproco que da origen a todas las formas de violencia humana.
Detrás del deseo de lo que el otro posee, ya se trate de bienes materiales o de bienes inmateriales como el prestigio, la fama, la belleza o el poder, se esconde la ambición mimética de convertirse en ese otro quien, rápidamente, pasa a ser objeto de adoración y emulación. El otro, por su parte, al advertir que alguien le imita, ejerce automáticamente una resistencia feroz para mantener el carácter exclusivo y propio de su deseo. No en vano el primer grito de guerra en las contiendas infantiles suele ser el “no me copies”. Y tal como sucede entre los niños, nuestro deseo por el objeto aumentará en el preciso instante en que detectemos que alguien más lo ambiciona y nos lo quiere disputar o arrebatar.
Así se genera un antagonismo recíproco en la lucha por apropiarse del deseo, que desencadenará una espiral de hostilidades y en el que las dos partes, modelo e imitador, argumentarán que el deseo les pertenecía previamente a ellos, que fue el otro quien comenzó la disputa y que ellos son simples víctimas de la perversidad y maldad del adversario. Mientras el modelo se aferra a su deseo cuando lo siente usurpado, el imitador no percibe el carácter imitativo de su deseo y sólo ve los intentos hostiles del otro por reprimir sus ansias de apropiación. Ante estos actos, no se sentirá provocador, sino víctima de la violencia suscitada.
En la violencia doméstica, escolar o laboral, así como en las guerras, siempre será el otro el que comenzó. Cuando entra en acción, la ceguera narcisista no deja ni siquiera ver el propio rol en continuar y alimentar las formas de violencia. Y entonces se crea un mito, o una justificación convincente para representar y ocultar la realidad; al fin y al cabo, todos queremos mantener la idea de que siempre somos el lado bueno.
En una escalada de violencia existe un punto inexorable en que la lógica misma de las agresiones hace desaparecer el objeto de litigio: el deseo que las partes se disputaban en un principio es reemplazado por el otro sujeto del conflicto, que ahora es asumido como objeto de batalla. El rival, convertido en el origen de todos los males y de los sufrimientos que afligen a una parte y a la otra, se convierte entonces en el objetivo que abatir. El destino funesto de toda contienda entre individuos consiste en eliminar al adversario, sin llegar a alcanzar por ello el objeto original de la pugna. Según Girard, pues, no son las necesidades humanas ni la escasez de recursos las que originan los conflictos violentos. Es el impulso mimético. Tarde o temprano, querer ser otro significará entrar en guerra con él.
Cuando una persona ve amenazada su identidad porque otros se le están pareciendo o porque él mismo se les está asemejando, la vanidad narcisista se ve acorralada, dando paso a la violencia. Y cuanto más iguales nos percibamos, cuanto más cercanos sintamos a los otros, mayor será nuestra propensión a hacer suyos sus deseos y, por tanto, a iniciar combates. En esa medida, y a diferencia de lo que sugieren los discursos de la diversidad y la multiculturalidad, la violencia no surge con la presencia de la diferencia: la violencia aparece cuando las diferencias con el otro se borran.
Conscientes de esto, las culturas primitivas se regían por un modelo jerárquico en el que la distancia entre las personas comunes y aquellos poderosos que podrían ser tomados como modelos de imitación era percibida como algo insalvable, irreversible. Esa sensación de lo inalcanzable inhibía en ellos toda pretensión de apropiarse de los deseos del líder, y así parecía evitarse la consecuente disputa violenta. Asimismo, los antiguos ponían barreras sociales infranqueables y establecían un catálogo de prohibiciones y mandamientos que limitaban el anhelo de apropiarse de los deseos ajenos –difundiendo, por ejemplo, tabúes sexuales muy contundentes–, y de esta forma otorgaban a la comunidad un marco de seguridad y estabilidad para evitar el surgimiento de conflictos entre iguales.
Pero en la creciente proximidad social entre todos los actores, esas protecciones se desvanecen y aflora la violencia de todos contra todos. Nuestra época está caracterizada por la rapidez con que los modelos de orden jerárquico devienen modelos provisionales, bajo la crisis de las figuras de autoridad, la ruptura del modelo patriarcal, el ocaso de las sociedades de profesores, médicos y sacerdotes y, en general, el cuestionamiento creciente de todo saber “experto”. Al desdibujarse las distancias entre unos y otros, los deseos ajenos son fácilmente perseguibles, y con esto se deja vía libre a las envidias y los resentimientos. Cuando cada uno puede ser un modelo para todos los que le rodean, pues las distancias se perciben como algo pequeño y fácilmente franqueable, entonces todos son potenciales adversarios mutuos.
Y si al deseo por el deseo del otro se le suman las manifestaciones del narcisismo, que hacen que la autoestima de cada uno esté condicionada a la aceptación de los otros, entonces no es de extrañar que en el imaginario común el liderazgo se encuentre asociado a la capacidad de ser idolatrado y al poder persuasivo para que otros imiten las propias acciones. En ello radica la falacia de su falsa trascendencia: la adicción al reconocimiento de los otros, como forma de ratificar el propio yo, sólo garantiza la conversión inmediata de los otros en adversarios.

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Biografía del autor

Iñaki Piñuel

Iñaki Piñuel y Zabala, profesor titular de recursos humanos en la Universidad de Alcalá, ha desarrollado su carrera profesional en el sector de la consultoría organizativa y de recursos humanos, y se ha especializado en la formación de directivos. Autor del primer libro en español sobre mobbing, ha sido también director de recursos humanos de varias compañías del sector de las altas tecnologías.
Con una carrera docente considerable, su formación incluye el título de psicólogo del trabajo y de la organización por la Universidad Complutense de Madrid y un Executive Master in Business Administration por el Instituto de Empresa de Madrid.

Ficha técnica

Editorial: LID

ISBN: 9788483561010

Temáticas: Liderazgo Ética empresarial

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