Algunas personas tienen la tendencia a reaccionar más explosivamente y con más intensidad que otras ante el mismo estímulo. ¿A qué se debe eso? Por ejemplo, ¿qué es lo que permite a algunas personas escuchar comentarios rotundos sin pestañear, mientras que otras montan en cólera cuando se les dice que tienen un poco de salsa en la barbilla? ¿Cómo se explica que a veces usted mismo pueda aceptar un ataque verbal sin inmutarse, y otras enfurecerse si alguien se atreve a lanzarle una mirada de reojo?
Para responder a estas preguntas, empezaremos con dos afirmaciones más bien osadas (y, a veces, impopulares). Después, explicaremos la lógica en cada afirmación.
Primera afirmación. Las emociones no nos embargan como si se tratara de la niebla. No son los otros los que nos endosan las emociones. No son otros los que lo enfurecen. Usted se enfurece a sí mismo. Usted y solo usted crea sus emociones.
Segunda afirmación. Una vez que hemos creado nuestras emociones, tenemos solo dos opciones. Podemos influir en ellas o ser influido por ellas. Es decir, cuando se trata de emociones intensas, o encontramos una manera de dominarlas o nos convertimos en sus rehenes.
He aquí cómo funciona.
Las personas peor dotadas para el diálogo son rehenes de sus emociones, y ni siquiera se dan cuenta.
Las personas bien dotadas para el diálogo saben perfectamente que si no controlan sus emociones, las cosas empeorarán. Por lo tanto, intentan algo diferente. Fingen. Ahogan las reacciones y hacen todo lo posible por volver al diálogo. Al menos lo intentan.
Desafortunadamente, cuando llegan a un punto difícil en una conversación crucial, afloran sus emociones reprimidas. Se manifiestan como mandíbulas tensas o comentarios sarcásticos. El diálogo se resiente. O quizá su miedo paralizante les impide decir lo que realmente piensan. El sentido queda eliminado en la fuente. En cualquier caso, sus emociones escapan del agujero donde las han relegado y encuentran una manera de colarse en la conversación. Nunca es agradable y siempre sabotea el diálogo.
Las personas mejor dotadas para el diálogo hacen algo completamente diferente. No son rehenes de sus emociones, ni intentan reprimirlas. Al contrario, actúan para modificarlas. Es decir, cuando tienen emociones intensas, suelen influir en ellas (y a menudo modificarlas) pensando en ellas. El resultado es que son ellos quienes escogen sus emociones y, al hacer esto, se permiten escoger conductas que arrojen mejores resultados.
Desde luego, es más fácil decir esto que hacerlo. ¿Cómo se replantea usted a sí mismo desde un estado emotivo y peligroso hasta alcanzar un estado que le devuelva el control?
Resulta que hay un paso intermedio entre lo que otros hacen y cómo nos sentimos. Por eso, ante las mismas circunstancias, diez personas pueden tener diez respuestas emocionales diferentes. Por ejemplo, frente a los comentarios de un colega de trabajo, algunos pueden sentirse insultados, mientras que otros sienten solo curiosidad. Algunos se enfadan y otros sienten preocupación o incluso simpatía.
¿Cuál es el paso intermedio? Justo después de que observemos lo que otros hacen y justo antes de que sintamos alguna emoción, nos contamos una historia a nosotros mismos. Es decir, atribuimos un significado a la acción que observamos. Al simple comportamiento adscribimos un motivo. ¿Por qué hacían eso? También añadimos un juicio: ¿aquello es bueno o malo? Y luego, basándose en estos pensamientos o historias, nuestro organismo responde con una emoción.
Aunque usted no se dé cuenta, se está contando historias a sí mismo continuamente. Cuando enseñamos a las personas que son nuestras historias las que moldean nuestras emociones y no los actos de las otras personas, siempre hay alguien que levanta la mano y dice: “¡Un momento! Yo no me he dado cuenta de haberme contado una historia. Cuando ese tipo se rio de mí durante la presentación, solo me sentí enfadado. Primero vinieron los sentimientos y luego los pensamientos”.
Las historias que nos contamos suceden a un ritmo increíblemente rápido. Cuando pensamos que nos encontramos en peligro, nos contamos una historia tan rápidamente que ni siquiera sabemos que lo hacemos. Si usted no cree que esto sea verdad, pregúntese si siempre se enfada cuando alguien se ríe de usted. Si a veces se enfada y otras no, entonces su respuesta no es fija. Eso significa que algo sucede entre la risa de los otros y su sentimiento. En verdad, se cuenta una historia. Puede que no lo recuerde, pero se la está contando.
Puesto que nosotros y solo nosotros contamos la historia, podemos recuperar el control de nuestras propias emociones contándonos una historia diferente. Veamos cómo hacerlo.
Vuelva sobre sus pasos. Para disminuir la velocidad del proceso de contarse una historia y el consiguiente flujo de adrenalina, vuelva sobre sus pasos. Esto exige un cierto grado de gimnasia mental. Primero, tiene que dejar lo que esté haciendo en ese momento. Después, tiene que conectar con el porqué. He aquí cómo volver sobre su camino:
- Observe su conducta. Pregunte: ¿Me encuentro sumido en alguna forma de silencio o violencia?
- Conecte con sus sentimientos. ¿Cuáles son las emociones que me estimulan a actuar de esta manera?
- Analice sus historias. ¿Cuál es la historia que crea estas emociones?
- Vuelva a los hechos. ¿Con qué elementos cuento para sustentar esta historia?
Al volver sobre sus pasos, un elemento tras otro, se sitúa en una posición para pensar, cuestionar y cambiar cualquiera de los elementos.
Cuestione sus sentimientos e historias. Una vez que haya identificado lo que siente, tiene que detenerse y preguntarse: dadas las circunstancias, ¿se trata del sentimiento adecuado? Por supuesto, esto significa: ¿me estoy contando la historia adecuada? Al fin y al cabo, los sentimientos vienen de las historias y las historias son producto de nuestra propia invención.
El primer paso para recuperar el control emocional consiste en impugnar la ilusión de que lo que siente es la única emoción correcta en esas circunstancias. Puede que este sea el paso más difícil, pero también es el más importante. Al cuestionar nuestros sentimientos, nos abrimos a la posibilidad de impugnar nuestras propias historias. Cuestionamos la cómoda conclusión de que nuestra historia es correcta y verdadera. No tenemos problemas para cuestionar si nuestras emociones (muy reales) y la historia tras ellas (solo una de muchas posibles explicaciones) son precisas.
No confunda las historias con los hechos. A veces no cuestionamos las historias porque las vemos como hechos inmutables. Cuando creamos historias en un abrir y cerrar de ojos, podemos quedar tan atrapados en el instante que comenzamos a creer que las historias son hechos. Las sentimos como hechos. Confundimos las conclusiones objetivas con los datos puros y duros. Por ejemplo, al intentar discernir entre hechos e historia, María, que se siente intimidada por un colega de trabajo, podría decir: “Es un cerdo machista, ¡eso es un hecho! ¡Preguntadle a cualquiera que haya visto cómo me trata!”.
“Es un cerdo machista” no es un hecho. Es la historia que María ha creado para dar sentido a los hechos que vive. Los hechos podrían significar casi cualquier cosa. Otros podían observar las interacciones de María con su compañero y elaborar historias diferentes.
Para separar los hechos de la historia, vuelva a la auténtica fuente de sentimientos. Ponga a prueba sus ideas con un criterio sencillo: ¿puede ver u oír esto que llama un hecho? ¿Se trataba de una verdadera conducta?
Identifique la historia estando alerta a las palabras “calientes”. He aquí otro consejo. Para no confundir la historia con los hechos, puede decir: “Me lanzó una mirada agresiva” o “hizo un comentario sarcástico”. Palabras como “agresivo” o “sarcástico” son términos calientes. Expresan juicios y atribuciones que, a su vez, crean emociones intensas. Son una historia, no hechos. Observe qué diferente es cuando dice: “Cerró firmemente los ojos y apretó los labios”, en contraste con “Me miró de forma agresiva”.
Atento a tres historias “ingeniosas”. A medida que comenzamos a entender por qué las personas hacen lo que hacen (o, igualmente importante, por qué hacemos lo que hacemos), con el tiempo y la experiencia perfeccionamos nuestra capacidad de elaborar explicaciones que nos son muy útiles. O nuestras historias son totalmente acertadas y nos impulsan en direcciones positivas, o son bastante poco acertadas pero justifican nuestra conducta actual, lo cual nos hace sentir bien con nosotros mismos y no suscita ninguna necesidad de cambiar.
El segundo tipo de historia es el que normalmente nos trae problemas. Por ejemplo, adoptamos la actitud del silencio o la violencia, y luego damos una razón perfectamente plausible para explicar por qué hemos actuado bien. “Desde luego que le grité. ¿Viste lo que hizo él? Se lo merecía”. “Oye, no me mires de esa manera. No tenía otra alternativa”. A estas invenciones imaginativas y de autojustificación las denominamos historias ingeniosas. Son ingeniosas porque nos permiten sentirnos bien cuando adoptamos conductas censurables. Y, más aún, nos permiten sentirnos bien cuando adoptamos conductas censurables aunque obtengamos pésimos resultados.
Entre todas las historias ingeniosas que contamos, estas son las tres más habituales: historias de víctimas (“no es culpa mía”), historias de villanos (“todo ha sido culpa tuya”), e historias de impotencia (“no hay nada más que pueda hacer”).
Contamos historias ingeniosas cuando perseguimos la autojustificación más que los resultados. Después de aprender a reconocer las historias ingeniosas que nos contamos a nosotros mismos, podemos avanzar hacia la habilidad final del dominio de las propias historias. Las personas dotadas para el diálogo se dan cuenta de que están contando historias ingeniosas, se detienen, y hacen lo necesario para contar una historia útil. Una historia útil, por definición, crea emociones que impulsan a una acción positiva (como el diálogo).
¿Qué es lo que transforma una historia ingeniosa en una historia útil? El resto de la historia. Esto es así porque las historias ingeniosas comparten una característica: están incompletas. Las historias ingeniosas omiten información crítica sobre nosotros, sobre los demás y sobre nuestras opciones. Solo si incluimos todos estos detalles esenciales, las historias ingeniosas pueden transformarse en historias útiles.
¿Cuál es la mejor manera de incorporar los detalles ausentes? Es bastante sencillo: convirtiendo a las víctimas en protagonistas, a los villanos en seres humanos y a los impotentes en personas capaces.
Por ejemplo, aquella colega que elude muy oportunamente los trabajos difíciles le contó hace poco que había observado que usted tenía entre manos un importante proyecto y ayer (mientras usted estaba ocupado en una tarea urgente) ella vino y acabó el trabajo por usted. Usted tuvo sospechas enseguida. Ella intentaba hacerle quedar mal al completar el trabajo de un proyecto tan destacado. ¡Cómo se atreve a fingir que me ayuda cuando su verdadero objetivo era desacreditarme mientras se daba aires! Bueno, esa es la historia que usted se ha contado a sí mismo.
Pero ¿qué pasaría si ella fuera realmente una persona razonable, racional y decente? ¿Qué pasaría si no tuviese otro motivo que simplemente echarle una mano? ¿No es un poco apresurado hablar mal de ella? Y si habla mal de ella, ¿no correrá el riesgo de estropear una relación? ¿Podría suceder que usted piense mal, la acuse, y luego se entere de que estaba equivocado?
Finalmente, cuando se sorprenda a sí mismo quejándose de su propia impotencia, puede contar la historia entera volviendo a su motivo original. Para esto, deténgase y pregúntese: ¿Qué deseo en realidad? ¿Para mí? ¿Para los otros? ¿Para la relación?
Luego, elimine la alternativa del tonto que lo ha hecho sentirse impotente para escoger cualquier opción que no sea el silencio o la violencia. Para esto, pregúntese: ¿Qué haría en este mismo momento si realmente deseara esos resultados?
Por ejemplo, se ve a sí mismo insultando a su colega por no colaborar en una tarea difícil. Su colega parece sorprendida ante su reacción violenta e inesperada. De hecho, se lo ha quedado mirando como si hubiera perdido el juicio. Usted, desde luego, se ha dicho a sí mismo que ella evita deliberadamente tareas ingratas, y que a pesar de sus indirectas, no se observa ningún cambio.
“Tengo que ser más directo -se dice-. No me gusta, pero si no la ofendo, me tendré que conformar con hacer siempre los trabajos más tediosos”.
Se ha apartado de lo que realmente desea, es decir, compartir el trabajo a partes iguales y tener una buena relación. Ha renunciado a la mitad de los objetivos optando por la alternativa del tonto.
¿Qué debería hacer? Abordar el problema abierta, sincera y efectivamente, sin lanzar dardos críticos para luego justificarse.
Cuando renuncia a encarnar el papel del impotente, está obligado a asumir su responsabilidad por utilizar habilidades para el diálogo en lugar de lamentarse de sus debilidades.